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Primera Entrega
VA BANQUE
Comedia negra

una Novela de
Turavinina Yuliya





 Mis queridos. Les presento otro experimento mío. Quisiera que sea un humor negro. Pero lo dejo a criterio de ustedes decirme si se lee como tal. Les pido perdón por la extención jajajaj. Se me fue de la mano



—El velatorio de Laurita fue muy lamentable, nada que ver con el de José, ¿no te parece? —dijo Josefa. Estaba sentada en el sofá con una pierna sobre la otra frotando con cuidado el hueso que le sobresalía en el dedo gordo del pie derecho—. Los juanetes me están matando. No puedo usar los zapatos más de diez minutos y allí aguantamos dos horas parados.

—Las medialunas estaban muy secas y además me daba pudor ir a servírmelas entre tanta gente—respondió David observando los movimientos de su mujer por encima de sus anteojos—. Nunca supuse que Laurita tenía tantos familiares. Siempre andaba solita. Es extraordinario ver el interés que la gente presta a un cadáver.

—Y viste cómo es. Mientras que uno está vivo a nadie le interesa, pero cuando se fallece… —Josefa se incorporó, acarició con la mano la parte del lumbar y cambió la pierna derecha por la izquierda—…solo con lo que vale la casa…

—En lo de José las medialunas estaban bien frescas, con jamón y queso, y los servían los mozos. Lástima que sus hijos nos apuraron —se quejó David entre suspiros. Luego se levantó, acomodó la bata vieja y raída que mostraba su anciano pecho arqueado y prosiguió hacia la puerta—. ¿No la viste demasiado hinchada a Laurita? Estaba llena, pobre, de gases. ¿Vas a querer un café?

—Ay sí, cariño —se animó Josefa—. Por el dolor que me causaban los juanetes me perdí todo el espectáculo. ¿Vos decís que estaba hinchada? Agrégale, por favor, un poco de coñac. Toda esa pompa funeraria y gente lúgubre me agotaron mucho.

—Eres muy sensible, querida — respondió David desapareciendo en la puerta. Su voz volvió a sonar desde el pasillo—. García me preguntó si suspendemos la juntada del domingo por el luto.

—¿¡Pero si no somos familiares!? Los Luengo me preguntaron lo mismo y les dije que no veo por qué suspender nuestro juego.

          Desde el pasillo se oyó un clic de llaves en el ojo de la cerradura y una sombra se deslizó a lo largo de la pared tenuemente iluminada.

—¿Desde cuándo nos dejamos de saludar? —la anciana dirigió su pregunta hacia el umbral de la puerta apoyando el pie sobre la alfombra inclinándose. La sombra se movió de nuevo y de la oscuridad emergió la figura de un hombre. Aparentaba tener alrededor de cincuenta años, alto, flaco  y se encorvaba como si tuviera miedo de no encajar en la habitación. Llevaba unas enormes gafas con un vidrio tan grueso que sus ojos parecían dos puntos. Iba vestido con sencillez, pero con la pulcritud propia de los solterones que son cuidados por las manos de sus madres.

—¿Les fue bien? —preguntó recién entrado. Se movía de un pie a otro, y se notaba que estaba molesto por no haber pasado desapercibido.

—Nos fue horrible —se quejó Josefa—. Tú, Ignacio, deberías haber estado allí para ver con tus propios ojos lo que no debería ser el velorio de tu madre.

—¿Y la policía? ¿Hicieron muchas preguntas?

—¿Qué policía, hijo? Laurita murió de un ataque cardíaco. La gente de nuestra edad suele morir y muchos de ellos mueren de ataques cardíacos.

—Sí, sí. Pero es raro. Primero don José, luego doña Laura —balbuceó Ignacio y una vez más se cambió de pierna. Luego empujó los lentes con dos dedos por encima de la nariz, alisó su pelo grasoso con  la palma de la mano y se retiró hacía su dormitorio. Josefa se quedó pensativa hasta que apareció David con dos tazas de café humeante. Josefa le sonrió y olvidó lo que estaba pensando.


          Era domingo, las dos de la tarde y la habitación estaba bañada por la luz del sol que solo es posible en mediados de enero. El gato Félix,  repanchigado sobre el alfeizar de la ventana, dormitaba con un solo ojo, mientras que con  el otro escudriñaba sigilosamente las cinco personas que estaban sentadas alrededor de una mesa redonda. Los hombres bebían de a sorbos la cerveza a eso ya caliente y las mujeres té enfriado.

          En el centro de la mesa había un tablero de juego. A cada lado de este  tarjetas apelotonadas de distintos colores.

—Cuatro —anunció Josefa luego de tirar un dado que, dando un par de vueltas, quedó en el dicho número.  Josefa se inclinó sobre el tablero y encaminó con el dedo torcido por la artritis por cada casilla deteniéndose en una, amarilla, que decía “Has entrado al primer año de la escuela secundaria. Si adivinas que escuela es, ganaras tres dólares. En caso contrario pierdes dos”. El dedo artrítico se despegó de la casilla y se trasladó coquetamente hasta las tarjetas amarillas levantando la primera.

—Sin trampa, querida. Primero debes adivinar —dijo el hombre que estaba sentado a su derecha. Era un sujeto gordo, rubicundo y de aspecto zarrapastroso.

—En eso estoy, Miguel —respondió Josefa con enfado y anunció—. Educación intercultural bilingüe.

—Con la especialización en chismeo coloquial —ironizó otro, Benedicto, sentado enfrente: de cara larga enmarcada en barba y ojos de ostra.  Este, a diferencia con Miguel, era un hombre con prestancia vigilada escrupulosamente  por su mujer, María Carmen, que, sentada a su lado, le apretaba la rodilla por debajo de la mesa para hacerle callar—. A ver, bella donna, ¿cuál es la verdad?

—Educación rural —leyó Josefa, carraspeó y arrojó la tarjeta. La acida sonrisa recorrió los rostros de los cuatro, deteniéndose en las comisuras de sus labios, mientras que María Carmen acomodaba la tarjeta arrojada por debajo de la fila.

—Cálmense, muchachos, que Josefa tiene un carácter irascible—defendió David a su mujer—. Ahora me toca ir a mí.

           Tiró el dado con un gesto seguro  y este, sin dar vueltas coquetas, paró en seco como un soldado de plomo obediente a mando de su general. “Seis”, anunció David y, al contar seis casillas con la mirada, depositó su ficha en una que decía “retroceder dos pasos”, volvió dos casillas atrás y se amargó al descubrir que debía pagar la multa de cinco dólares por estacionar en el lugar prohibido.

—Estoy muy confundido yo con las muertes de José y Laurita —dijo Benedicto mientras que David maniobraba sobre la tabla—. ¿No les parece a ustedes un poco raro? 

—Ay, Bene, pero me prometiste no hablar de eso —suplicó su mujer.

—Ahora recuerdo que Nacho dijo lo mismo cuando volvimos de velorio de Laurita —recordó Josefina.

—Tu hijo es muy inteligente, José, a pesar de ser tocado —siguió Benedicto ignorando el carraspeo de su mujer.

—¿Y qué es lo que tiene de raro? —preguntó Miguel García escudriñando con suma atención de cómo David, recalculando los dólares a valor en pesos, extraía de su billetera la suma en billetes chicos para depositarlos en la caja del juego.

—¿Cómo qué, que? ¡Basta de pellizcarme! —exclamó Luengo en la cara de su mujer salpicándola con su saliva—. Recuerden que José llegó primero a la muerte y ganó el juego. En tres semanas muere. Luego lo mismo pasa con Laurita. Ella gana el juego y también muere en la tercera semana —gritó con la misma excitación que Arquímedes cuando exclamó ¡Eureka!

—José eligió morir de cáncer de próstata, pero le salió morir de un infarto en un juego sexual —alegó García con una voz imperturbable—. Y en la vida real murió en un accidente, después de resbalar en su propio baño despedazándose la cabeza con el inodoro en la caída.

—Yo le decía que se fuera a vivir con uno de sus hijos —receló Josefina—, pero cuidaba tanto su libertad. ¿Y miren cómo terminó?

—Le faltaban unas semanas para los ochenta y dos —dijo María Carmen con un suspiro—. Yo lo vi muy flaco. Pero muy….por eso se resbaló.

—En el velorio de José escuché rumores de que en ese día él estuvo esperando a unas chicas — Miguel hizo una pausa y, luego de pasar su mirada deliberadamente por todos los presentes, murmuró—. Dicen que en su dormitorio encontraron preservativos, juguetes sexuales y Viagra. 

—¡Qué acto tan indecente que estás haciendo, Miguel! —recriminó Josefa—. ¡Propalar la infama! José era un ángel.

—Nos desviamos del tema —se quejó Benedicto. A todo eso el juego ya se adelantó bastante  y los ojos de los hombres se humedecían por la cerveza caliente—. Vuelvo a repetir, ¡Laurita falleció también tres semanas después del juego! Y fue ella la ganadora.

—Laurita tampoco dio en la diana con el acertijo —dijo David —y solo llevó la mitad de la caja. Tal vez si ella hubiese acertado y tomado toda la plata, habría medialunas con jamón y queso en su velorio.

           Todos se pusieron de acuerdo meneando las cabezas y nadie se acordó ni la opción que había elegido Laurita ni la versión que le salió en el juego. Tampoco tenían del todo claro si realmente falleció de un paro cordiaco o de un salto de insulina, y menos aún, ardían de entusiasmó por recordarlo, porque el juego llegaba a su fin, la suma, que se recaudó para el ganador, era tentadora y la pasión lúdica alcanzó su clímax. Miguel García estaba delante de todos y solo le quedaba, con un poco de suerte, tirar el dado por última vez. Si el dado paraba en cualquier número mayor a uno, él ganaba el juego con el cincuenta porcientos del caudal y, si el dado paraba en uno, él perdía todo el juego, porque debería volver al principio y entonces la chance de ganar la heredaba María Carmen, que solo estaba a dos casillas atrás de Miguel. Y si al ganar quería llevarse todo el dinero, tenía que enfrentarse a un acertijo y elegir una opción entre muchas. Luego debía girar la rueda de la fortuna y ésta arrojaría el resultado.

          Miguel estaba nervioso y, mientras sacudía el dado en su puño cerrado, su cara rubicunda se cambiaba a morada, los labios se volvían azules y el ojo derecho se contraría con frecuencia. De repente estiró la mano y abrió el puño. El dado cayó y, al dar un par de saltos, paró en cinco.  

—¡Sí! —gritó Miguel palmando con emoción la rodilla doblada de su pierna regordeta. Pero su grito de alegría no fue apoyado y rápidamente se disolvió en un silencio aciago—. Me encanta lo contento que saben ponerse ustedes por la alegría del prójimo —balbuceó con el entusiasmo en apaciguamiento.

—¿Vas a jugar va banque1? —preguntó Benedicto a quien gustaba apilar con palabras extranjeras a pesar de la pésima pronunciación debida a la carencia absoluta de la audición.

—Más vale —respondió García y la adrenalina del entusiasmo volvió a arder en sus ojos.

           Josefa, con el derecho de anfitriona, trajo un jarrón de cristal de Bohemia que colocó solemnemente sobre la mesa y vertió en él las  bolitas blancas con pequeñas letras grabadas de una bolsa de lona negra. Mientras ella sacudía el jarrón como un sonajero, Miguel resoplaba y sudaba haciendo el esfuerzo en elegir de la lista la mejor manera en que pudiera morir. Finalmente disparó leyendo: “muerte  por un accidente de tránsito”. Ahora le tocaba meter la mano en el jarro y elegir una bolita al azar. Josefa, con la misma solemnidad, le acercó el recipiente y la temblorosa mano de Miguel se zambulló  entre el montón de bolitas.  Tardó un rato haciendo el burbujeo y, finalmente, extrajo una bolita que tenía grabado: “muerte por el disparo de un francotirador”. 

          Uff, se escuchó un suspiro de alivio desde el pasillo. Todos dieron vuelta cabezas, pero solo vieron una sombra deslizarse a lo largo de la pared tenuemente iluminada.

          El desván del edificio del colegio estaba tan pequeño que, aunque sentado, el caballete del tejado casi le tocaba la cabeza. El lugar era enfangado y le daban repelús las gruesas redes de telarañas colgadas por todos lados. Pero lo que más lo preocupaba era el polvo que se levantaba con miles de partículas bailando en el aire con cada movimiento que él hacía, penetrando en los ojos y la nariz. Los ojos se le humedecían y los estornudos amenazaban a ser más frecuentes. En aquellos momentos, entonces, apretaba las aletas de su nariz entre dos dedos, mirando por arriba y entrecerrando los ojos.  El rifle estaba colocado sobre el soporte de bipode y él, apoyado sobre una rodilla mirando fijamente por la pequeña ventana del desván, rogaba que el estornudo no lo atacara justo en el momento cuando debía apretar el gatillo. El tiempo se ha parado, el corazón palpitaba, pero él tenía la paciencia de un manul.

          Eran cinco menos cuarto de la tarde, la hora en que Miguel García llegaba a la puerta de la escuela primaria a retirar a su nieta para luego entregarla a la empleada doméstica, porque sus padres trabajaban todo el día. Siempre venía con estos quince minutos de anticipo, y se paraba en la vereda umbría del lado de enfrente apoyándose contra un tilo mientras fumaba. Lo venia haciendo todos los días hábiles durante los últimos tres años y ese día no había motivo alguno por el cual no podría volver a hacerlo.

          A las cinco menos cuarto, aquel que lo esperaba en el pequeño y mugroso desván apoyado sobre una rodilla, inclinó su torso hacia el rifle y puso el dedo sobre el gatillo. Sus ojos, como los de un águila, estaban clavados en el ojo de la mira óptica. La calle, que hace poco estaba desierta, empezó llenarse de padres que, armando grupos aislados, hablaban entusiasmados esperando el momento de salida de sus hijos. García no aparecía. Se oyó cómo se abrían las puertas principales y un gentío de pequeños individuos, al igual que una masa volcánica, se derramó entre los padres.

          De a poco toda esa multitud de gente se dispersó y la calle volvió a su estado principal de duermevela. García no apareció.

        El hombre, que todo ese tiempo parecía estar congelado frente al rifle, quitó el dedo del gatillo y consultó su reloj. Eran las cinco y veinte de la tarde. Entonces desarmó el rifle, dobló el soporte, envolvió todo en una tela gruesa y guardó ese bulto en una bolsa deportiva. Con cuidado y en cuclillas, para no golpearse la cabeza, se dirigió a la salida y, habiendo salido ya, se incorporó, se desempolvó la rodilla del pantalón, limpió las telarañas que se le habían pegado en el buzo y se encaminó hacia la salida principal. Parecía un padre más y nadie se fijó en él. En la calle, al caminar cincuenta metros, desapareció doblando la esquina.

           En aquel entonces, a cinco cuadras de la escuela, la calle estaba cortada por una ambulancia y un móvil policial. Un vehículo utilitario estaba sobre la acera chocado contra un árbol. El conductor ebrio estaba sentado en su asiento. El fulminante vómito le hacía mantener  la cabeza bien agachada entre las piernas. En el medio de la calle, rodeado de policiales y un médico, yacía un cuerpo yerto masculino con las piernas abiertas hacía el este, los brazos hacía el oeste y la mirada clavada al cielo. Era Miguel García.

1. Va banque (francés) —en los juegos de cartas, la apuesta es igual a todo el bote. En sentido figurado, esta expresión significa una acción de gran riesgo.




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