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GESTALT

un Cuento de
Turavinina Yuliya




                                                                            
                                                                            GESTALT


 

                                                      

          Era una empinada escalera de caracol con escalones angostos. Jimena se apoyó en la barandilla de metal con la pintura desgastada y miró hacia arriba. Tenía que subir al séptimo piso, aunque con un equipaje no muy grande, pero aun así era una maleta bastante pesada y un bolso deportivo colgado del hombro. Las pequeñas ruedas giratorias se aferraban a los escalones, se retorcían y amenazaban con desprenderse. El bolso asimismo reclamaba todo el tiempo su incomodidad e intentaba caerse deslizándose del hombro.

          En el quinto escalón se dio cuenta de su impotencia y, suspirando pesadamente por la situación ineluctable, arrojó la correa ancha del bolso por encima de su cabeza, levantó la maleta y así siguió la subida. Qué raro que no haya ascensor, se quejó al llegar al segundo piso; tomó un descanso. Algo le parecía inusual en esos pasillos, aunque no podría darse cuenta de qué era y, sin detenerse en rumiar en el asunto, prosiguió la subida. Y el muchacho de la inmobiliaria también era bastante raro, pensó, aunque, seguramente, así debe ser un agente inmobiliario: tener esa astucia de enchufar rápido, algo que nadie solicita. ¿Me vio tan tonta? No le gustó sentirse tonta, al igual que no le gustó el repentino recuerdo de la cara del agente, que imaginó vívidamente: alargada, pálida, con ojos entrecerrados, con las pupilas descoloridas. Aunque jamás olvidara el color de sus ojos alrededor de las pupilas: amarillo repleto de vetas rojas, como si algún psicópata con tuberculosis le hubiera escupido en la cara con su saliva purulenta. Tal vez esa amarillez se destacaba con tanta fuerza, porque su rostro carecía de cejas; en su lugar, se veían dos cartílagos redondos e imperceptiblemente prominentes. Ni siquiera me dejó reaccionar y ya firmamos el contrato. Todos los días tendré que subir a pie al séptimo piso, incluso con las bolsas de supermercado. ¿Pero qué es lo que pasa aquí? Cómo si faltara algo, volvió a sorprenderse Jimena.

          Al sexto piso llegó agitada, con dolor en los brazos, dedos entumecidos y la espalda empapada de sudor. Último esfuerzo, se alegró, ¡vamos!, qué falta poco. Al fin se paró frente a una puerta, una puerta tan extraña como el mismo agente de ojos amarillos, el contrato de locación sin fechas, la escalera que subió o los silenciosos pisos con las puertas que no despedían olores. Es eso, pensó, no hay aquí un solo sonido. No hay aquí un solo olor.

          La puerta era de metal pintado de un gris plateado. Había sobre ella atornillado un portarretrato. Esos marcos de fotos Jimena había visto en las lápidas de los cementerios y le fue completamente incomprensible entender qué bromista tuvo la idea de atornillarlo en la puerta. A diferencia de los portarretratos del cementerio, este era inidentificable: no tenía foto y no se entendía que rol cumplía. Debajo del mismo figuraba el número del departamento, no menos extraño por su longitud: 21072022. Como la fecha de hoy, pensó mientras sacaba las llaves de su bolso, pero antes de que tuviera tiempo de llevarlas al ojo de la cerradura, la puerta se abrió. Una chica delgada y descalza estaba parada ahí sonriendo dulcemente. Dio un paso atrás invitando a Jimena a entrar.

—Probablemente, me dieron mal la dirección —sospechó Jimena y aclaró sin ninguna razón en particular—; he alquilado un departamento…., para mi sola.

—Una pieza —corrigió la chica y no hubo en su tono ironía alguna—. Alquilaste una pieza. Y la otra la ocupo yo.

          Jimena se encogió de hombros y entró al departamento. Reinaba en él una penumbra. La muchacha, con la misma sonrisa amistosa, le enseñó con la mano una de las puertas, desapareciendo en el cuarto contiguo al hall de la entrada. Desde ahí le ofreció que se acomodase y viniera a la cocina a tomar un café de bienvenida.

          El cuarto era amplio y estaba amueblado con simpleza. Un viejo placar con puertas corredizas, una cama de una plaza, dos sillas, un escritorio y una amplia ventana que daba al jardín. Jimena la abrió, se asomó y aspiró un aire húmedo y fresco. Un edificio sin ascensor y ahora encima limitada en espacio, pensó con disgusto, le voy a llamar a ese agente. ¿Y esa chica? Ese vestido… Jimena dio una brusca vuelta, salió del cuarto y se dirigió a la cocina. Se paró en el umbral de la puerta apoyando el hombro contra el marco. Su vecina preparaba un café turco tarareando una canción alegre. Llevaba un vestido blanco. Parecía ser aquel mismo vestido blanco… No puede ser. Es imposible. Pero así como no puede ser aquel mismo vestido, tampoco podría ser otro, idéntico a él, pensó examinando el vestido de tul amarillento.


          No era una hermosa gasa comprada para ser convertida por las hábiles manos de una modista en un atuendo de Cenicienta. Y ni siquiera era un vestido de corte estándar como los que se venden en las tiendas de "Ropa para fiestas"en la única avenida del centro. Era un tul de algodón, un viejo trapo colgado en la ventana hace mil años antes del nacimiento de Cristo. Cambiaban las generaciones: unos iban, otros venían; y hasta el empapelado de las paredes cambió alguna vez, salvo esta cortina de tul. Tenía muchas huellas: de las moscas que la defecaban, de las manos que se limpiaban con ella, de las salpicaduras de aceite, porque el horno estaba cerca. Un día se colgó de ella el gato, escapando del perro; el gato gordinflón se saltó y cayó, dejando en la cortina un agujero rasgado. Pero incluso para este pedazo inmundo, con su insignificante existencia, el destino tenía reservado una hora de gloria. Y esa hora llegó.

          La madre yacía borracha y roncaba fuerte; el padrastro pulía un ataúd puesto sobre dos sillas. Estaba enojado y maldecía porque también quería beber, pero el pedido era urgente y de bien pago. “Vas a tener un vestido blanco para esa fiesta”, dijo la abuela desprendiendo la cortina y echándola al lavadero, “la lavaré con jabón blanco. Quedará impecable”. La abuela no amaba a su nuera, pero amaba a su hijo y también le gustaba, aunque muy de vez en cuando, pegarse con la botella. Ella llamaba a Jimena “la niña” y siempre decía "la niña no tiene la culpa".

          El día siguiente, le dieron la vuelta al ataúd y sobre su base de madera bien pulida colocaron la cortina. Estaba amarillenta, pululaba de múltiples manchas aceitosas y un agujero en el medio. Las comisuras de los labios de Jimena se miraron por abajo y los ojos se le llenaron de lágrimas. La abuela frunció el ceño y dijo: “ni se te ocurra”. Luego trabajaron las tijeras, las agujas, las manos de la abuela y Jimena ayudaba obedeciendo a las demandas de la anciana. Al terminar la costura bruta, la abuela sacó de su pelo canoso una vincha y desprendió de ella una flor antaño roja con las perlas artesanales despintadas con el tiempo. Luego hilvanó el hilo alrededor del agujero y juntó los bordes en un punto sobre cuál colocó la flor.

—Vas a ser como Carmen —dijo, observando su obra con orgullo.

—¿Como la señora Carmen de la fiambrería?

—No —enfadó la abuela, luego sonrió y añadió—: como Carmen de Sevilla. Dale, póngalo. ¿A ver, como te queda?

          Ya vestida con su atuendo, la abuela la amontonó sobre el ataúd y comenzó a aplaudir. “Baila”, le decía, “baila como la gitana Carmen”. Y Jimena bailó, dando vueltas sobre la tapa pulida del ataúd; la falda de tul ondeaba alrededor de su cuerpo delgado, dejando al descubierto sus piernas infantiles de rodillas puntiagudas y arañadas.

          Entró el padrastro, se quedó en la puerta y empezó a aplaudir junto a abuela. Se reían y Jimena bailaba. Era primavera en ciernes y todos se sentían feliz.

—¿Y qué paso después? —preguntó la vecina alejándose de la hornalla con la turca en la mano. Dio vuelta y Jimena vio que en lugar de la rosa de la abuela había un delicado bordado de violetas.

—¿Después de qué? —preguntó Jimena pasmada.

—Me estabas contando que la abuela te cosió un vestido blanco parecido a este para una fiesta —la muchacha se acercó a la mesa y sirvió el sabroso café en dos pocillos—. Ese vestido lo compré en una feria. ¿No es divino? Ese y uno más, que me gustó mucho. Después te lo muestro.

          Las violetas variopintas atraían la mirada de Jimena, provocando un malestar con migraña, cansancio, náuseas y un profundo deseo de acostarse. Se disculpó y decidió volverse a su cuarto. Me llamo Dauði1escuchó a sus espaldas, me podés decir simplemente Dau o Di. Jimena asintió y encaminó a su cuarto.

          Allá en el cuarto había aire fresco. Jimena se acostó, dobló las piernas y agarrándolas con los brazos, apretó las rodillas contra el pecho: otra vez tenía doce años, otra vez tenía miedo. Y era completamente incomprensible cómo algo, que ella se había prohibido pensar de repente, revivió aquí, en esta extraña casa. Somnolencia se apoderó de ella y en este estado de duermevela, o tuvo un onirismo, o una reminiscencia, o su alma volvió al pasado.


          La fiesta terminó como siempre con un jolgorio desenfrenado. La abuela y su nuera ya estaban muy beodas y alternaban los brindis con las peleas, canciones y sollozos. “Cámbiate que vas a ensuciar tu vestido”, periódicamente ordenaba la abuela. “Déjala en paz”,  protestó la nuera tratando de defender sus derechos maternos. “Quédatelo”, le dijo el padrastro con un simple guiño y ella lo entendió.  Él estaba sentado en un taburete frente al ataúd pulido y remachaba los clavos en el tapizado de terciopelo rojo. Los pequeños gabarrotes de cabezas redondas estaban allí mismo en un frasco. Ella se le acercó y empezó a ayudarle pasándole los clavitos. Él los agarraba y la áspera piel de su mano rozaba accidentalmente la suave y diminuta mano de Jimena. Le sonreía y, a gusto menudo, se encendía en sus ojos una pequeña llama de voluptuosidad, muy confundible con la ternura. Por eso inclinaba su cabeza calva, tan bajo que su nariz aguileña tocaba el borde de ataúd, y apretaba las piernas.

          Pronto las voces de las mujeres se calmaron. El padrastro hundió la última tachuela en la tela terciopelada, se levantó y dio vuelta el ataúd. Luego tumbó a Jimena, igual como lo hizo la abuela al probarse el vestido, sobre el cajón y murmuró, ¡baila! Y Jimena bailó y la falda volvió a ondear alrededor de su cuerpo.

          La agarró bruscamente por los tobillos y ella se quedó quieta. Aflojó el apretón y lentamente pasó las manos primero hasta las rodillas, luego hasta las caderas. De nuevo apretó los dedos y guiñó el ojo. Ella nuevamente lo entendió y le obedeció, sentándose en silencio sobre la superficie pulida del ataúd. Una de sus manos la sujetaba con fuerza por el muslo, pero la otra la tomó por el hombro y le dio un ligero empujón, obligándola a acostarse. Ella se acostó y cerró con fuerza los ojos. Oyó el tintineo de la hebilla de su cinturón, golpeteo de los pantalones cayendo al suelo y la respiración entrecortada. La mano áspera y fétida cayó pesadamente sobre su rostro. Le comenzó a faltar el aire. Mientras que esa mano le cortaba el aire, la otra luchaba abriéndole las piernas Luego hubo dolor acompañado con un fustigamiento a golpes de caderas y, finalmente, todo se puso en negro….

          Las cosas empezaron a cambiarse en la casa. La madre bebía más, pero la abuela la regañaba menos y a Jimena la estimaba más: o le daba una porción más abundante en la cena, o le compraba los dulces. Sus viejos ojos acuosos miraban con tristeza. Pero amaba a su hijo y a menudo se aducía: ¿Tal vez así sea mejor? Él es bueno, compasivo y tiene manos de oro. Siempre estará vestida y calzada si no empieza a beber como su madre. ¿Y cuál es drama que es el padrastro? Después de todo no es el padre. A las amigas de la piba las veo andar por las manos de los sin vergüenza. Y esta habrá ido tarde o temprano. Pero así como se dio la cosa…, por lo menos está en la casa.  El vestido estaba colgado en el armario, y los días que había muchos ataúdes en la casa, él ni siquiera tenía tiempo de acordarse ni del vestido, ni de ella. La vieja amaba a su hijo y Jimena amaba cuando moría la gente.


          Sintió frío y abrió los ojos. Se dio cuenta de que se quedó dormida. El aire soplaba desde la ventana. Jimena se encogió, bajó las piernas y pensó en una ducha caliente. Con el toallón en una mano y la bata en la otra salió de su cuarto. En el departamento reinaba silencio y una sensación del vacío la invadió. En el baño vio utensilios prolijamente acomodados y pensó que debería pedir permiso a su vecina para usarlas, mientras que todavía no había comprado los suyos. Dejó sus cosas y salió del cuarto de baño. La habitación de su vecina estaba cerrada. Dau, llamó Jimena, ¿estás ahí? Nadie respondió. Dau, volvió a hablar Jimena, quisiera pedir permiso para usar tus cosas del baño. 

          Tal vez fue una corriente de aire, o quizás la propia Jimena, sin darse cuenta, tocó la puerta y esta, con un suave crujido, se abrió levemente. Jimena se inclinó y acercó su oído a la rendija que se había formado. No detectó sonido alguno y solo el aire pesado y húmedo volvió a espesar alrededor de ella la sensación de un vacío eterno. Empujó deliberadamente la puerta con la mano y entró. Podría ver, si hubiese prestado atención, que el dormitorio no era grande y que había en él un viejo armario y una cama de hierro con pomos. Pero toda su atención estaba dirigida al centro de la habitación. Allí, en el medio del cuarto, había un pequeño ataúd puesto sobre dos sillas. Y Dau yacía en él. Sudor frío le salió por todos los poros y la piel de gallina le recorrió las piernas y los brazos. Hizo un paso atrás y, enseguida, el otro.

—¿Estás fisgoneando? —preguntó Dau levantándose—. No te asustes. Estoy meditando.

—¿A quién se puede ocurrir meditar dentro de un ataúd? —preguntó Jimena con voz trémula. La sangre subió a su rostro con un sarpullido ardiente en sus mejillas.

—A mí —respondió Dauði riendo. Se encaramó dejando sus piernas colgadas por arriba del borde—y a otras diez personas que formamos un grupo de meditación. O tal vez hay más grupos, entonces son más personas. ¿Te impresiona ver el ataúd?

—Me impresiona el deseo de una persona viva de yacer allí.

—Unos hacen ataúdes, otros yacen en ellos y terceros bailan sobre sus tapas —Dau sonrió y guiñó el ojo—. En realidad, esta es una práctica antigua. La gente se acostaba en ataúdes y experimentaba una verdadera catarsis y, relativamente hablando, un “segundo nacimiento”. Es uno de los métodos de la psicopráctica. Para comprender que todo tiene arreglo menos la muerte.

—La muerte es un arreglo por sí mismo.

—Podés usar lo que quieras, amiga —cambió el tema Dau dejando escapar un resoplido—. Tomá tu ducha tranquila y yo sigo con mis prácticas —prosiguió metiendo de nuevo las piernas adentro, cerrando los ojos y adaptando la posición del loto. La calma iluminó su rostro, que no estaba en absoluto en armonía con el aire pesado del vacío eterno.


          Suaves chorros de agua deslizan por el cuello, los hombros y las piernas; gotean de la punta de nariz y de pezones marrones y puntiagudos; se juntan en un charco dentro del ombligo. Podía estar horas y horas así bajo del agua, con los ojos cerrados, limpiando el alma. Qué nivel de inutilidad y malacrianza hay que tener para comprar un ataúd para meditar, pensó Jimena mientras estaba bajo del agua de la ducha, o tal vez no es un ataúd de verdad, tal vez es una réplica hecha de plástico. Entonces la meditación no sirve porque los sentidos no son verdaderos y no llevan a nada. 

           De repente sintió un cambio, como si no fuese el agua que se le deslizaba por el cuerpo, sino una tela terciopelada la cosquillaba en flamear.


          Era otoño. Ya no había tantos ataúdes, no más de tres. En el pueblo comenzó la época de las bodas y nadie quería morir. Sus amigas se convirtieron en novias, reían y bailaban en sus bodas; en los pueblos chicos los festejos son acudidos por todos los pueblerinos. Él también estaba allí: comía, bebía y observaba, siempre sentado en el rincón de las mesas; luego se iba a su casa, porque había allí un vestido blanco guardado en el placar y su propia novia.

          Aquel día Jimena se despertó temprano porque no durmió bien. Sus piernas estaban hinchadas y tenía mucha hambre. “Estás gordita”, dijo abuela, que entró al dormitorio con una pila de toallas limpias para acomodarlas en el placar justo cuando Jimena estaba cambiándose, “¿a ver?, déjame verte”. La cara de la vieja se cambió. ¿Qué ves?, preguntó Jimena y antes que le llegara la respuesta también vio : una ola, atravesar la panza y quedarse como un bulto al lado del ombligo. Enseguida ese bulto cambió del lugar y otra pequeña ola rodó su vientre.

—¿Hace cuánto que dejaste de menstruar? —estremeció la abuela y las toallas se le cayeron al suelo. Levantó una y empezó dar azotes, uno tras otro: por la espalda, por la cara, por la panza—. ¿Cuándo dejaste de menstruar, burra? ¡Hace cuanto que dejaste de menstruar! —gritaba sin dejar de repetir la pregunta y lágrimas cubrían su rostro surcado. Jimena se dobló y cruzó sus brazos sobre la panza. El bulto lo sintió y agradecido se calmó huyendo al fondo, allá por debajo del corazón.

          No se recordaba ni cuando, ni bajo de qué circunstancias se hizo adicta a los ataúdes o los ataúdes se adueñaron de ella. Ahí adentro, en plena oscuridad, se sentía protegida. Ahí adentro deseaba quedarse para siempre. Se hizo su propio mundo de olor a madera, de la suavidad de terciopelo, pero sobre todo, de la paz. Solo quedaba vencer el miedo.

           El ataúd chico te servirá de cuna. ¿Y por qué no dormirnos juntos en el mismo ataúd? Juntos y para siempre. Ya tengo listo todo, solo hay que vencer el miedo. ¿Y cuál es el miedo que tengo? ¿Qué cosa terrible nos podía pasar allí que ya no me he pasado aquí? Sí existe eso “allí”. Probablemente que no. Solo será la paz, la infinita paz en estas cuatro terciopeladas paredes con sabor a madera, pensaba.

          La tapa del ataúd se movió ligeramente y luego se levantó. A la tenue luz de la vela parpadeante, el rostro del padrastro parecía abatido. Apoyó la tapa en el suelo contra la pared y volvió al ataúd. Su pesada mano cayó sobre el vientre de Jimena y se quedó quieta esperando a que el bultito diera señales de la vida. Pero este se permanecía en silencio, escondido; también tenía miedo. ¿Y si es una niña? Y el día, cuando el maldito vestido le va a quedar bien…, pensó Jimena y se convulsionó del dolor, como si con una aguja de tejer le atravesaron hasta el tuétano.

          He aquí entonces cuando todo sucedió como en una película: él, ella y un martillo tapicero que con una fuerza y velocidad inexplicables caía sobre el cráneo calvo sin producir sonido alguno; igual a las tachuelas que penetran suave y silenciosamente en la madera de ataúdes que aún no se habían secado del todo. El padrastro guardaba silencio. Probablemente, ni siquiera entendía lo que le estaba pasando. Ella tampoco. Él la miró, ella lo miró a los ojos; y en esta mirada por primera y última vez se convirtieron en uno; así pues, él se derrumbó.

           Sin vacilar le arrojó un mantel bordado con flecos y pequeñas borlas, que de inmediato comenzó a cubrirse de manchas rojas. En la oscuridad, a la tenue luz de una pequeña vela, la blancura del mantel resultaba especialmente llamativa. Vestido blanco con amapolas rojas, pensó Jimena, frotando sus manos pegajosas de sangre contra sus muslos como si las estuviera limpiando, te quedara hermoso. Frenética y temblorosa se acercó al cuerpo de su padrastro y quitó el mantel. Se acuclilló al lado de su cabeza, lo miró un rato, luego mojó la yema de su dedo en el charco de sangre que se juntaba por debajo de su cabeza y le pintó los labios y las mejillas como si fuera un rubor. Volvió a mirarlo, sonrió y empezó a desvestirlo…


          Las tuberías temblaron, silbaron y resonaron con estruendos. Comenzó a fluir solo agua fría, tan fría que parecía que miles de agujas se hincaron en el relajado cuerpo de Jimena. ¡Maldita sea!, ¡Maldita sea!, exclamaba ella mientras saltaba de la bañera. Las tuberías volvieron a temblar de nuevo haciendo truenos, y el agua oxidada y demasiado caliente estalló, cubriendo todo el cuarto del baño con vapor. El color ámbar del agua se oscureció, primero tomando un tono marrón, luego adaptando algunos matices rojos y, finalmente, se volvió casi purpúreo, al igual que la sangre, vieja y espesa. El agua salía a borbotones y, al salpicar la bañera, dejaba sobre el blanco esmaltado las manchas rojas cuál unas amapolas cuyos pétalas se descendían deslizándose. Este y otro vestido blanco los compré en una feria, recordó las palabras de Dau, el vestido blanco con amapolas rojas, le fue de respuesta el recuerdo y ciñendo la toalla alrededor de su cuerpo empapado y dejando estelas mojadas de sus pies sobre el parqué corrió hacia la habitación de su vecina.

          Dau parecía estar esperándola. Y no había ataúd en la habitación. Y tampoco estaba la cama. Quedó solo el armario: viejo, de roble, con puertas talladas y patas curvadas al francés, como si lo hubiesen traído de un museo, y Dau, apoyada contra él con las espaldas, vestida de una especie de capa gris con capucha. Sus ojos ardían. Al ver entrar a Jimena se apartó del placar.

—Otro vestido que compraste en la feria —preguntó Jimena a voz en grito—, ¿dónde está?

          Dau esbozó una sonrisa rota y señaló el placar con los ojos. Jimena se precipitó y abrió decididamente la puerta. Adentro había una sola percha sobre cuál se colgaba un mantel blanco estampado con amapolas rojas y bordado con flecos y pequeñas borlas.

—¿Quién sos? ¿Quién eres?—quiso preguntar, pero solo resuellas se le escaparon del gaznate.

—Los labios y las mejillas pintados con sangre lo hacían muy bello. Yo, parada a su cabecera, no entendía por qué su madre al entrar en el cuarto se puso pálida y sus rasgos se distorsionaron. ¡Como si hubiese visto algo terrible!, cuando realmente se veía una belleza apolínea — Dauði se acercó a Jimena y prosiguió con una sorna. Yacía él en su ataúd, vestido con este hermoso atuendo blanco de amapolas, como si fuera una joven virgen elegida por el mismo Satanás para ser su novia. Y quizás Satanás apreció y aceptó esa ofrenda. No sabría decir — Dauði escogió los hombros y pasó su mano por los pelos mojados de Jimena, luego observó la tela colgada y, con repelús que sonaba en su voz, lamentó—. Siempre digo que el mal gusto es el mayor pecado. Se hicieron de él un hazmerreír cuando le sacaron ese hermoso vestido y despintaron los labios; terminó siendo un penoso y ordinario difunto.

—¿Quién sos? —volvió a preguntar Jimena. Temblaba; será por el miedo o por el frío porque estaba parada descalza sobre el charco de agua fría que juntaba gotas de su cabeza mojada.

—Ya me presenté. Soy Dauði. La que está en la cabecera de aquel que yace en un ataúd.

—¿¡Estoy en un ataúd!? ¿¡Estoy muerta!? —sorprendió Jimena.

—No sé lo que te sorprende. ¿No fue eso lo que tanto deseaste? — Dauði cerró la puerta del placar y este se desvaneció igual que la toalla que cubría el cuerpo de Jimena; se quedó desnuda. Ahora estaban en un cuarto vacío y brumoso y otra vez Jimena se sintió el peso del aire húmedo y denso como él de un sótano—. Ya casi estás lista para irte, pero solo te falta responder una pregunta para cerrar la Gestalt2. Una sola, ¿por qué lo mataste? — Dauði dio una vuelta brusca y lanzó su áspera mirada en la de Jimena. Sus ojos eran negros e insondables—; … a tu hijo.

—¿A mi hijo? Yo no tengo…—aturdida, Jimena dio unos pasos atrás—. ¿Podría haber sido un hijo? ¿Yo podía haber tenido un hijo?

—No. Era un hijo. Tuviste un hijo y lo mataste —alegó Dauði y empezó caminar alrededor de Jimena y la bruma flotaba tras ella cuál la crin de un caballo al galope.

—¡Yo no maté a mi hijo! —dijo desesperadamente Jimena.

—Lo mataste —objetó Dauði y aceleró su paso. Lo mataste, murmuraban en eco las voces desconocidas que provenían de la bruma, de las paredes y del techo—, al consentir que la vieja descargara sobre él sus imprecaciones.

—¡Yo no maté a mi hijo! —gritó Jimena tratando de atrapar la mirada de Dauði, pero esta daba vueltas a su alrededor en una carrera delirante.

—Lo mataste —impugnó Dauði dejando de escapar una risa vesánica. Lo mataste, se unió a ella el coro de las voces enajenadas—al aceptar que la vieja te llevara a ese lugar inmundo, al permitir que te abrieran las piernas y te metieran unas tenazas, que le aplastaron, a tu pobre hijo, su nonato cráneo diminuto.

 Yo no podía…, gritó Jimena con una fuerza que las venas se le hincharon en el cuello; la neblina se espesó rodando alrededor de ella con los embudos arremolinados. Yo no pude…, repitió, pero su garganta estaba tan dolorida que solo le salió un sonido silbante y chillón; se hizo tanto frío que se le empañaba el aliento. Lo maté…, murmuró exhausta, sí, lo maté…., admitió y lloró desconsoladamente.

           Algo caliente y pegajoso empezó fluir entre sus piernas. Miró y vio sangre, mucha sangre; también vio su piel cambiarse de color y convertirse en amarillo, luego en blanco con algunas manchas azules. Se sintió muy cansada, las piernas se le doblaron, empezó a caerse con lentitud y finalmente se quedó sentada en el charco sangrante con la cabeza agachada en las rodillas en alto. Con la misma lentitud la bruma inició su desvanecimiento, las paredes volvieron tomar forma y Dauði dejó de correr. Se acercó a Jimena, se quedó tras de su espalda, extendió sus manos y le tomo la cara por mentón, obligándola a levantar la cabeza. Entonces vio una cama, una cama de hierro con pomos, y sobre ella yacía ella misma, empapada de sangre.

—Así te dejaron, ensangrentada. Así estás ahora, pero es el tiempo de irse —dijo Dauði y se quedó parada con la cabeza inclinada en la cabecera de la cama.

          Jimena se irguió y se encaminó hacia la puerta del cuarto. En el pasillo se quedó insegura, pero la puerta de entrada se abrió sola y ella entendió que “irse” significaba irse de verdad.

          Se hizo un paso y quedó afuera en un espacio transparente, sin sonidos y sin aromas. La puerta se cerró en sus espaldas y entonces vio que en el portarretrato atornillado a la puerta ahora tenía una foto, su foto, de la fiesta de fin del año, donde estaba sonriente, luciendo ese vestido blanco que le había cosido la abuela. Su cuerpo empezó a volatilizar. Se sintió libre y en paz.

           Dauði dejó de escapar un profundo suspiro. Se encasquetó el capuchón que se le colaba hasta los hombros; en lugar de su joven cara apareció un vacío lóbrego e insondable.


***

          “¡Qué ojos tan horcos!, de ese amarillo repleto de vetas rojas, como si algún psicópata con tuberculosis le hubiera escupido en la cara con su saliva purulenta”, pensó Amaya cuando el agente de la inmobiliaria le abrió la puerta para que ella éntrese al edificio donde acababa de alquilar un departamento…



1. Dauði – muerte.

2. Gestalt - filosofía alemana que defiende la teoría del ciclo cerrado. Gestalt adaptada para el cuento, es el ciclo que un recién       fallecido debe cerrar, para poder abandonar el mundo de los vivos, aceptando todos los hechos cometidos en su vida. 

Derechos de autor debidamente reservados en DNDA.

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