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POSFACIO

un Cuento de
Turavinina Yuliya




"Escribir es humano y corregir divino", dijo Stephen King. La revisión y corrección de este cuento ha corrido a cargo de Sierra Sam. Estoy muy agradecida, querido compañero y amigo: lo hiciste divinamente.

 

Te hablo, te confieso

Hago preguntas y quejas, también agradezco

A veces suplico, a veces peleo

Pero lo que nunca, nunca hago

Es negarte a vos, mi Dios”


¿Has viajado alguna vez en el Ferrocarril Transiberiano? ¡Nunca has viajado en el Ferrocarril Transiberiano! Entonces, definitivamente, ¡definitivamente!, debes hacerlo. Y no digo esto por los maravillosos paisajes que puedes ver. ¡No! ¡¿Quién ve los paisajes?! Tal vez un niño o un extranjero, pero un pasajero experimentado no mira por la ventana. No le interesa contemplar ni los abetos con sus patas verdes  esponjosas en lugares aún cubiertos  por capas de nieve, que parecen  almohadones blancos; ni los ríos tortuosos, con pescadores eternamente adormecidos;  ni los campos, con molinos de viento y henos en pilas, que guardan historias de amores prohibidos;  ni a nada de  todo aquello que conforma la rica naturaleza de la Madre Rusia.

           Un pasajero experimentado escucha, habla y come. ¡Sí, sí! ¡Exactamente! ¡No levantes tu ceja esquivando la mirada! ¡Pruébalo tú mismo! Cómprate un pasaje para el tren Transiberiano Chelíabinsk-Irkutsk en un vagón de segunda clase, o, mejor aún, en un platz-karte,  y 2 días 5 horas y 51 minutos, salvo las horas de dormir, vas a hablar, escuchar y comer.

          La magia comienza allí, en la plataforma de la estación. Los porteros entrometidos, las ancianas vendiendo empanadas, los estafadores que se ingenian por robar el equipaje de algún pasajero vacilante, los acompañantes, los huérfanos, las prostitutas que han llegado al centésimo nivel de su profesión, el jefe de estación observando a todos desde la ventana de su oficina con una inexplicable ecuanimidad y  apaciguamiento que solo él comprende, y, en fin tú, con tus maletas, bultos o cualquier otra cosa que te hayas tentado a llevar contigo en el camino. Estás impaciente y los nervios te despiertan una jaqueca incipiente; el trajín de la plataforma te molesta, pero a  la vez te excita. La azafata, que lleva puesta una pollera corta, una camisa de almidonado organdí blanco bien planchada y el gorro de cartel, baja la escalera, sonríe con sus labios escarlatas y extiende  su mano invitando a los pasajeros a subir. Una vez dentro, al acomodar tu equipaje,  sentado sobre la cama-estante,  respiras hondo. El olor acre de la resaca, del sudor y de los calcetines se disuelve  con el olor no menos acre del perfume barato que se extiende de la ropa de cama, que la dueña de los labios escarlatas reparte entre los pasajeros. El tren se mueve con lentitud, como si  sacudiera su somnolencia, y de a poco comienza a aumentar la velocidad. Cuando el sonido de las ruedas se vuelve homogéneo y se convierte en una música armoniosa, en este mismo momento se inicia la peculiar vida de los pasajeros.

           Como ya dije antes, viajar en el ferrocarril durante más de un día es comer, hablar y escuchar. En las primeras horas se come toda la comida que los cuidadosos pasajeros trajeron de sus casas en sus cestas de mimbre: los huevos duros, pepinos y tomates, cebolla de verdeo, y algo que nunca puede faltar: el pollo al horno. Luego las reservas alimenticias van a reponerse en las pequeñas estaciones, donde el tren se detiene no más que por cinco minutos y los pasajeros se apuran para bajar, comprar y volver a subir al tren. Por lo general, son las mismas empanadas que venden las mismas abuelas y los mismos pollos grill, aunque también  es posible comprar melón ahumado, manzanas y semillas de girasol.  

       Mientras tanto, los alimentos se depositan con remilgo sobre una mesa plegable debajo de la ventana; la solidaridad y la benevolencia se asientan en su punto más elevado; los pasajeros se convierten prácticamente en familia; alguien toca la guitara y, entre los chasquidos de las bocas masticando, los brindis y las risas, comienza una larga conversación.

           Yo, hace muchos años atrás, tuve el gusto de  viajar un par de veces en el ferrocarril Transiberiano. Sobre uno de estos viajes o,  mejor dicho, sobre algo que me pasó en uno de estos viajes,  un hecho casi misterioso que aún no puedo ni comprender ni explicar, pero que radicalmente cambió mi  futuro,  te voy a contar.


          Compré el pasaje para ocupar un vagón de segunda clase, lo que significó que tenía que compartir mi viaje con tres personas: un señor, Vasiliy, de semblante alegre y edad indefinida; una mujer provinciana, que se nombró Klavdia y que   tocaba todo el tiempo algo  debajo de sus mamas y luego rezaba; y un cura, padre Afanacio, de sotana negra, barba larga y un notable sobrepeso que delataba su respetable edad avanzada, aunque sus ojos y su tez lozana eran propios de un joven de no más de cuarenta años, lo que indicaba que en su parroquia se vivía bien.

Tan pronto como el tren arrancó, aceleró y entonó su cacofonía monótona de traqueteo de ruedas, Klavdia comenzó a sacar de su canasto todo tipo de manjares. ¡Todo lo que había ahí! Las empanadas, los fiambres y vegetales de  toda clase, tartaletas rellenas, aceitunas y pepinillos, las alitas de pollo que brillaban por su fritura, y el ganso al horno repartido en pedazos de los cuales se extendía un vaho tan delicioso que debíamos admitir, entre todos, que la saliva empezó a abundar en nuestras bocas junto con una contracción dolorosa en las mandíbulas.


—¡Pero qué lujo, madre! —exclamó Vasiliy parpadeando y frotando las palmas de las manos—. ¿Qué festejo ha abandonado usted para tomarse este tren?


—¡Sírvanse, por favor! Es demasiado para mí sola —ofreció Klavdía. Sus mejillas se sonrojaron y nos dedicó una sonrisa tan afectuosa que solo una provinciana tiene. Con una mano agarró una empanada y me la acercó a mí, mientras que con la otra empujó el plato con la carne de ganso hacía el cura—. Encantada de compartir con ustedes.


—La gula es un pecado capital —advirtió el cura rezándose y pinchando con el tenedor un pedacito sabroso de la carne de ave.


—La panza no se llena con plegarias. Me parece que voy a convertirme en un pecador—se alegró Vasiliy y tanto más empezaron a brillar sus ojos cuando vio  cómo Klavdia sacó del cesto un botellón de vino.


—Es un vino patero de elaboración casera —dijo—. Mi marido es el mejor de toda la aldea en vinificación. Pruébenlo y van a dar cuenta — jactó Klavdia mientras sus carnosas manos con una destreza sorprendente destapaban la botella y llenaban los vasos.


          Vasiliy y yo probamos el vino y nos pusimos de acuerdo en que los taninos, que se asentaron sobre nuestros paladares con un suave y dulce sabor de frutas rojas, eran verdaderamente deliciosos. El padre Afanacio, al haber terminado su oración y triple rezo, fondeó su vaso y concluyó mirando a Vasiliy:


— Estás blasfemando, hijo mío.


—¡Hazme merced, padre! No tuve tal pensamiento —respondió Vasiliy con una mueca risueña—. Simplemente, soy un hombre muy sesudo y me gusta cuando todo camina  de modo correcto. ¿Cómo  dice uno de los mandamientos de la Biblia? “No tomarás en vano el nombre del Señor Dios tuyo”. ¿Es así?


—Es así, hijo mío.


—¿Y qué es lo que sucede realmente? —Vasiliy mordisqueó la suave y aceitosa alita y la masticó con una ferocidad beatifica—. Usted, padre, no menos que cinco veces  se santiguó murmurando algo. Cinco veces, usted tomó en vano el nombre del Señor y con sus plegarias susurrantes y con la gesticulación. Hubiese sido mejor si usted comiese y bebiese el vino con el Dios en la paz.  


—Vino, señores, más vino —se preocupaba encarecidamente Klavdia llenando de nuevo los vasos. Todo indicaba que esa mujer era una sierva ideal, humilde y obediente, cualidad inherente a la mayoría de las mujeres provincianas.


—A mí no me sirva más —se preocupó el cura tapando el vaso con la palma de su mano—. No puedo. Estoy de servicio. Tengo una misión.


—¡De qué misión habla, padre, cuando ya es pasada medianoche! —se animó Vasiliy—; un vasito cada uno y vamos a dormir. Mañana seguirá con su misión. ¿Qué le puede pasar aquí?


          El padre Afanacio vaciló un instante y, sin embargo, corrió la mano; Klavdia  le llenó el vaso.


—Bueno, ¿en qué me quedé? —prosiguió Vasiliy disfrutando la tercera o cuarta alita, chupándola sabrosamente—. Nadie es agradecido. Todos piden. Piden y reclaman, reclaman y piden. ¿Usted está de acuerdo conmigo, Klavdia?


—De acuerdo, querido, absolutamente de acuerdo —concendió Klavdia.


—No hay Fe. La Fe nos abandonó. La gente no cree ni en sí ni en Dios. ¿Tengo razón, jovencita? —esa pregunta me la dirigió a mí y yo encogí los hombros entreteniéndome con las semillas de girasol. Vasiliy, al entender que no habría respuesta, se volvió nuevamente hacía Klavdia—. Tomemos a ti, mamita, como ejemplo. ¿Qué escondes en tu busto? Me permito pensar que dinero. Y todo el tiempo te estás tocando para asegurarte de que la plata no  haya desaparecido —todos  miramos a Klavdia y ella,  de manera  espontánea, se tocó las mamas, después se sonrojó y sonrió mostrando la blancura de sus dientes. — ¿Mucho dinero estás llevando?

—¿De dónde voy a tener mucho? —respondió Klavdia excusándose—. Vendí el cochinillo en el mercado. Entre lo que pagué de impuestos y derechos de puesto, quedaron lágrimas.

—Lechoncito es bueno —celebró Vasiliy y enseguida recriminó—, pero la desconfianza al prójimo está mal.

—Es verdad, hija mía —intervino padre Afanacio resoplando. Sus mejillas se sonrojaron y sus ojos se humedecieron. Era evidente que estaba en el nivel uno de ebriedad —. Yo estoy llevando mucha plata, pero mucha. Y, sin embargo, no desconfío. Sí, tengo un poco de inquietud ya que nunca  he trasladado semejante cantidad de dinero, por eso rezo y pido al padre nuestro que me proteja.

—¡El hombre propone y Dios dispone! —constató Vasiliy y rumió—. Van ustedes, por ejemplo, al baño. Abrirán la ventana y, debido a un movimiento un poco torpe, el viento se les llevará sus riquezas o, que también puede haber pasado, la plata que guardan entre sus ropas se les caerá en el inodoro por la misma torpeza. ¿No sería más razonable si hiciéramos un acta de confianza? Pongamos todas nuestras cosas de valor, por ejemplo,  en esta caja —tomó una caja de cartón donde guardaba sus zapatos— y guardémosla debajo de esa mesa. Cuando uno necesite salir, los otros quedarán en la guardia. Yo depositaré mi billetera y mi reloj de oro —con esas palabras Vasiliy sacó del bolsillo interior de su saco una billetera gorda de cuero, desabrochó el reloj y poniendo una cosa encima de la otra depositó todo en la caja.

           El padre Afanacio, que ya había llegado al segundo nivel de embriaguez, metió las manos  debajo de su sotana negra y, al cabo de un rato, extrajo un bulto considerablemente grande envuelto en plástico y atado con un hilo crudo. Besó la cruz de plata que  le colgaba  desde el cuello, con el mismo bendijo el paquete y lo depositó con mucho cuidado adentro de la caja. Después de ese acto solemne de la santa confianza movimos nuestras miradas hacía Klavdia.

          Klavdia se puso confusa, retrocedió un par de pasos, se chocó la espalda contra la puerta y, dándose cuenta de que no había salida, bajo  el influjo hipnótico  de nuestras miradas, se dio vuelta y, hurgando un rato entre sus innumerables prendas, sacó dos fajos de dinero atados de ambos lados con gomas elásticas.

          El padre Afanacio, habiéndose redimido de la carga de la responsabilidad, sirvió, él mismo, el vino en copas y, después de vaciar la suya, se secó sus labios con la parte posterior de la manga de su sotana. Klavdia, en cambio, se quedó en silencio, se puso triste y se acurrucó en un ovillo indefenso. Tuve ganas de sentarme a su lado y abrazarla por los hombros.

¿Adónde transporta esa plata, padre? curioseó Vasiliy.

Al Irkutsk. Son donaciones de feligreses fieles que decidimos conceder a la municipalidad para la construcción de un nuevo templo en una aldea padre Afanacio respiró hondo y se secó el sudor opíparo de su frente . No veo la hora de llegar y entregar esa plata a la persona que me va a recibir. Mucha responsabilidad. Demasiada carga para mí solo. Pero no hay que quejarse de las cargas. Son las cruces que debemos llevar. ¡Omnia in bonum!

Yo he leído un mito sobre eso decidí entrar en  conversación ya que ser solo un oyente ya me aburría. Un hombre que llevaba su cruz se quejaba de que la cruz de él era demasiado pesada. Y pedía a Dios cada rato que le ayudara achicar la carga. Al fin de su camino  debería cruzar un abismo ardiente y la cruz le debería  servir de puente. Pero como se la achicaba, la cruz quedó muy corta y no pudo cruzar para entrar al jardín del paraíso.

Ay, jovencita. Ese mito sirve más como una fórmula sobre la inmortalidad carcajeó Vasiliy  se lo tendré en cuenta. Y usted, padre, ¿qué opina sobre eso? ¿Hay que pedir a Dios que nos ayude en nuestro camino terrestre o debemos  aguantar con las bocas cerradas todo lo que la providencia nos manda?

          Padre Afanacio, hipando y eructando quedamente, con la mirada meditabunda, lo que dejó en evidencia que  había saltado unos cuantos escalones de su melopea, pestañeó y apoyando la barbilla en la palma de su mano, como si se preparara para una larga historia, habló: 

Vivieron en mi parroquia dos hermanas mellizas. Ambas eran solteronas: Sofía lo era por vocación, y Sonia por desgracia. Sofía era una mujer muy linda. Era consciente de su belleza y la aprovechaba. Siempre rodeada de aficionados. Tenía toda clase de pretendientes para su mano; y de un buen pasar económico, y de una buena posición social. De poetas y artistas ni hablar; los inspiraba con su mirada, con su sonrisa, con su coqueteo.

Usted, padre, acaso no estuvo también enamorado de ella preguntó Vasiliy guiñando un ojo.

          Klavdia ya parecía tranquilizarse y ahora estaba sentada muy cerca de la mesa comiendo un huevo duro con rabanitos, que mojaba en sal fina después de cada bocado. La pregunta de Vasiliy la atribuló, pero  clavó su mirada en  la cara del padre Afanacio esperando su respuesta. El padre Afanacio ignoró la pregunta y continuó su historia con una expresión de virtud en el rostro:

Sonia, en cambio, era una muchacha demasiado diminuta, demasiado tímida, demasiado modesta. Todo demasiado. Y nada exigente. Sabía contentarse con poco. A las mujeres de esta clase los hombres no solo no las notan, sino que simplemente no las ven. Es sorprendente, pero fue muy interesante observar cómo la belleza, que la naturaleza les otorgó por igual, se transformó en cada una en forma distinta.  Cuando mi predecesor, el padre Klimentiy, me las presentó ni siquiera me di cuenta de que eran mellizas. De eso me enteré más tarde; y la paradoja de cómo dos rostros que habían nacido idénticos ahora eran tan diferentes, me asombró. Sofía era brillante. En sus ojos siempre había una chispa. Su mirada era directa y desafiante; la risa resonante y encantadora. Sonia era sumisa. Hablaba con voz muy baja, desviando la mirada, y en las raras ocasiones en que uno  lograba  captarla, ésta se extinguía de inmediato. No, no había ni pena ni tristeza en esa mirada. Era la  pura resignación. Diferentes no eran solo sus rostros, sino  todo: la esencia de cada una, la personalidad, la manera de ser.

Usted es un poeta, padre Afanacio concluyó Vasiliy prendiendo un cigarrillo, aunque fumar  dentro de un  platz-carte está prohibido . ¡Un verdadero Omar Jayam! Los une el hecho de que sus talentos se revelan al llegar al fondo de sus copas.

Lo que Omar Jayam encontraba en el fondo de la copa era la certeza, no el talento dije molesta por la absurda burla de Vasiliy. Me levanté para abrir la ventana. Una corriente del aire vespertino refrescó el ambiente viciado. Ahora fui yo quien rellenó los vasos y extendiendo mí brazo para hacer un brindis, dije . Sigue, por favor, padre Afanacio. Es muy interesante su historia.

          El padre Afanacio carraspeó, desecó su frente con una servilleta y continuó:

Perdón. Trataré de ser más breve. ¿De qué hablábamos? Ah, sí, sí. De pedir. La palabra favorita de Sofía era “quiero”. Aunque su petición era más parecida a una pretensión.  Pedía por igual tanto a hombres como al Señor Nuestro. Y, lo que era más interesante, recibía. Recibía todo lo que pedía y deseaba. Y al parecer,  era feliz.

Déjenme adivinar otra vez interrumpió Vasiliy expulsando una porción de humo justo en la cara del padre Afanacio. El vaho gris azulado se espesó sobre la mesa y luego flotó suavemente desapareciendo  por la ventana abierta . La frase preferida de Sonia seguramente era, “no, gracias”.

Podría haber sido explicó padre Afanacio  si alguien le hubiese ofrecido algo. Pero no. Nadie le ofrecía nada. La frase preferida de Sonia era, “yo puedo sola”.

Una frase muy soberbia y orgullosa introdujo su palabra Klavdia, enseguida tocó su busto y, al recordar que la plata ya no estaba allí, se sonrojó . Su sumisión es altiva y desdeñosa. Pero yo creo que la ingratitud no es hermosa.

Usted le debería enseñar que el orgullo es un pecado mortífero dije . ¿No es su misión principal guiar a los perdidos, padre?

Si, hija mía. Y se lo enseñé. Muchas veces le había dicho que el orgullo es el deseo desenfrenado de honor, gloria y poder. Es la grandeza sin Dios. ¿Y saben qué respondía? Me decía que no había grandeza en ella, simplemente  creía que el mayor pecado es molestar a Dios por  nimiedades. Mientras  ella  pudiera sola,  prefería que Dios dirija su mirada a los que más la necesitaban. Y cuando ella realmente necesitara su ayuda, la  pediría sin duda alguna.

¿Y cuántos años la esperó Dios? pregunté . ¿O todavía sigue esperando?

          El padre Afanacio me miró un instante en silencio.

Noventa y ocho años. Sonia murió el año pasado teniendo noventa y ocho años. Su vida  fue dura, pero jamás se quejó. Aguantó todas las dificultades. Su cuerpo se encorvó y se dobló. La escasez de las savias vitales se veía en su piel seca a amarilla. Su rostro estaba castigado por el tiempo y surcado hasta lo irreconocible. Lo único que quedaba de  aquella Sonia que yo  había conocido cuando ella recién tenía cuarenta años, era la muestra de resignación en sus ojos.

¿Y Sofía? preguntó Klavdía.

Sofía falleció diez años después de haberlas conocido. Tenía un poco más de cincuenta. La atacó un cáncer que en pocos meses se la llevó de este mundo. En uno de sus últimos días, la visité y fui testigo involuntario de una charla entre las hermanas. “Prométeme no llorar”, decía Sofía, “sé que es mucho pedirte que pongas música y sé que no lo vas a cumplir, pero por lo menos encárgate de que nadie llore. He vivido, Sonia, ¡qué bien que he vivido! Yo pedí a Dios que me retire de ese mundo siendo yo todavía atractiva, porque quiero que la gente me recuerde así. Él simplemente cumple  mi deseo”. “Estás delirando, hermanita”, le contestaba Sonia, “tú y tus deseos”. “No me interrumpas”,  la acalló Sofía, “debes saber que yo no me voy de este mundo del todo tranquila. Me preocupo por ti. Tú me preocupas mucho. No vivís, hermana. Estás existiendo, no más. Pero la vida hay que vivirla”. Así fue.

—Igual no me quedó claro, padre —resquemó Klavdia, primera en reaccionar y por alguna razón susurrando—. ¿Hay que pedir a Dios o no?

—Dios es todopoderoso, Klavdia —respondí, aunque más para mí misma que para los demás—. Negarse a pedir  por creer que dando atención a uno la negará a otro más necesitado, es lo mismo que dudar  de su omnipotencia. Sonia vivió una vida larga, pero gris y opaca, sin sabor, sin gusto y sin Dios. Se hizo  prisionera de sí misma.

—No sabemos —se opuso Vasiliy, pero de alguna manera triste y no del todo inteligible—. De todos modos, yo no tengo de qué preocuparme. Muchas veces le he pedido.

          Cada uno de nosotros se sumergió en  su interior, como si  contáramos cuántas veces no ofendimos a nuestro creador con nuestra desconfianza. El silencio reinó, una mosca, que Klavdia todo ese tiempo había estado espantando con la palma de su mano, ahora saboreaba una empanada frotando sus patas traseras, y el monótono golpeteo de las ruedas se convirtió en una canción de cuna. Esta canción fue interrumpida por el padre Afanacio cuando, mientras cabeceaba en su duermevela, su mano resbaló y su cabeza cayendo golpeó la mesa.

—A veces tengo la sensación de que Dios no me oiga —dijo Klavdia con angustia.

—O no sabes escuchar. Y si crees que no te escucha, ponte rebelde entonces, como los niños —aconsejé y nos reímos todos. El padre Afanacio expulsó un ronquido atronador. Vasiliy bostezó y yo saque de mi mochila el jabón, el cepillo y el dentífrico.

—Con ese posfacio propongo terminar el tema. Es la hora de dormir —concluyó Vasiliy en murmullo  levantando el puño de su camisa para ver la hora, pero no encontró el reloj y le costó un par de segundos recordar que  lo había depositado en la caja de confianza. Entonces se levantó y empezó a desarmar la cama. Klavdia limpió la mesa y también se acostó. Padre Afanacio se tumbó sobre su lugar y se durmió enseguida roncando fuerte.

      Yo me fui al baño que estaba en el final del vagón. El pasadizo ya estaba en penumbras con las luces amortiguadas. Los platz-carts vecinos estaban silenciosos y solo en uno todavía sonaba una eufonía de una guitarra acompañada por una suave voz femenina que contaba una canción. Me detuve a escuchar:

“Te reconquistaré de todas las tierras y de todos los cielos.
Te recuperaré de todos los tiempos y de todos  los templos.
Te protegeré de todas las banderas y de las espadas doradas”

            El aire fresco sopló sobre mi cara desde la ventana entreabierta. La luna  y las constelaciones se congelaron en aquel cielo oscuro y, en ese congelado fono negro, los campos y los bosques parecían envueltos en un loco movimiento silencioso. Elegí el astro más grande, aquel que brillaba  con una luz fría, pero hechizante.  Y, a través de esos destellos pude sentir que desde ella, desde esa estrella titilante, alguien me miraba sonriendo y guiñándome.

"Te reconquistaré de todos y de aquella única mujer
Vas a ser de nadie y de nadie seré yo
En la noche terrenal soy más fiel que un perro.
Y solo maldigo, que no puedo reconquistarte de ti mismo"

           "La gente necesita tu amor", le dirigí mis pensamientos a él, al sonriente invisible. "Necesitan amor. Lo anhelan, oran por él, adorándote, honrándote con cánticos. ¿Y tú? Amar a todos es lo mismo que amar a nadie. Quizás por eso estás tan silencioso. Sonriente y silencioso". Le sonreí, le devolví el guiño. "A ver, ¿cómo los protegerás a tus fieles?", le dije en voz alta, casi a grito y me di vuelta para volver a platz-carte decidida en lo que voy a hacer.

          Ya adentro, habiendo puesto mis cosas de vuelta en la mochila y antes de salir para bajar en la próxima estación, miré a mi alrededor. Vasiliy dormía como un niño, acurrucado, con las piernas dobladas y las manos debajo de su mejilla. Se sonreía. Klavdia dormía con la cara vuelta hacía la pared, cuidadosamente tapada. Sobre su almohada, se veía solo su espeso cabello rubio trenzado. El padre Afanacio dormía de espaldas, con la boca abierta. Incluso dormido, su rostro expresaba una bondad ilimitada. Les observé una vez más y salí.

          Además de mí, en la estación se bajaron otras cinco o seis personas. Lloviznaba. La plataforma nocturna estaba vacía. No había abuelas vendiendo empanadas, ni entrometidos porteros, ni estafadores, ni huérfanos. La azafata, con los ojos somnolientos, la comisa almidonado organdí arrugado, bostezando con los labios descoloridos, cerró la puerta y el tren empezó a moverse, aumentando la velocidad y luego desapareció en la neblina. 

      La estrella titilante estaba en  el mismo lugar y desde ella, ese alguien me seguía mirando, sonriendo y guiñándome un ojo. ¿Cuántas veces le hablaba? ¿Cuántas veces le pedía? Pero él solo me mira, sonríe y me guiña un ojo. Y yo sigo mi camino, tal vez equivocado, esperando que un día, quizás, me responda.

          Le devolví la sonrisa. Colgué la mochila sobre mis hombros, puse la caja de zapatos de Vasiliy bajo uno de mis brazos, y abandoné la estación en busca de un taxi.

—Hasta la estación de ómnibus —dije al taxista. El taxista, sin saludar y sin mirarme, encendió el motor y prendió el camino. El coche aceleró levantando piedritas de pavimento.

         “Qué taxista tan simpático”, pensé con ironía echándome contra el respaldo del asiento trasero. La adrenalina me apretaba el estómago. La euforia de felicidad, que experimentan los ganadores, me embargó. Pero al mismo tiempo, entendí que mañana la euforia podría convertirse en una profunda angustia de un preso tras las rejas. Y eso me alentaba aún más. Ahora lo principal era hacer todo bien. Lo principal era no cometer errores.

—¿Puedo pagar con tarjeta? —consulté de costumbre.

—Sí —respondió lacónicamente el taxista poco simpático.

          “Pobre hombre”, pensé, “¿qué le habrá pasado? ¿Será el trabajo nocturno?”. No sé por qué, pero me imaginé al taxista poco simpático durmiendo plácidamente abrazado  a Klavdia. Acaricié con la mano la tapa de la caja de zapatos, el tesoro que me distinguía radicalmente del triste taxista y la apoyé sobre el asiento al lado mío. Quitándome la mochila de los hombros, saqué de ella una gorra de béisbol, que inmediatamente me la puse bien por arriba de los ojos para tapar la cara, y la billetera para sacar la tarjeta, pero la voz de mi consciencia me repitió: “lo principal es no cometer errores”.

          Las escasas luces nocturnas se precipitaban a lo largo de la carretera. A veces, se veían las luces de alguna casa solitaria, cuyos propietarios, a pesar de la hora, por alguna razón no dormían. Pronto hemos llegado a la estación. Pagué en efectivo y le dejé el vuelto. El taxista poco simpático ni siquiera me agradeció.  

          Bajé del taxi y caminé hasta la entrada de la terminal. Detrás mío, escuché el sonido de un motor en marcha y el rechinar de neumáticos de un automóvil girando sobre el asfalto. Me detuve y me volví, y cuando alcé la vista vi los faros bailar y desaparecer de campo de mi visión con el conductor poco simpático al volante. Una sensación de inquietud se derramó con un hilo de sudor frío desplazándose por mí espalda y con un desagradable sabor agrio en mi boca.

          Bajé la mirada; y vi mis brazos tontos colgando libremente a lo largo de mi cuerpo.


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