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"TONY "
Una historia estrictamente real (Reedición)

un Cuento de
Asaro Daniel





NOTA ANTES DE LEER

Ésta es una reedición, pero no una arbitraria.
  Hace un mes murió mi mejor amigo, Carlos Miranda. Él era mi persona designada: sólo contamos con una en la vida, que es absolutamente incondicional. Fue mi primer jefe de máquinas: enfrentamos a la muerte tantas veces, que ya nos las tomábamos en joda. La muerte lo alcanzó finalmente, y espera por mí.
   La última cosa que hicimos juntos, fue visitar la tumba de Tony. Tal cual yo lo había previsto, es sólo un pedazo de tierra yerma, una lápida donde el nombre ya se desvanece.
  Carlos y yo nos quedamos en silencio. Ambos sabíamos que terminaría así.
  A pesar que su nombre no aparece en el texto que sigue, él tuvo una importancia trascendental en ésta historia. No lo incluí porque la extensión se me hubiese ido de las manos...y ahora comprendo que cometí una injusticia.
  Así que ésta reedición le está dedicada.

A LA MEMORIA DE CARLOS MIRANDA





Repito, es una historia real y no un ejercicio de estilo. No voy a corregir las fallas estructurales de la crónica y apenas si voy a rever los errores de ortografía que me marque el texto. Voy a tratar de ser descarnado y prescindir de las metáforas. Pueden tomar esto como un acto de expiación.

Siempre pensé que el peor de mis defectos en una paleta de defectos notables, era gastar energías en gente que no se lo merecía.

Tony era para mí una especie de desafío. ¿Vieron que a veces ven en alguien algo incomprensible para el resto? Bueno, éste es el caso. Parece la historia de esa canción de Calamaro, "Balada del marinero y el capitán". Yo era el capitán de un barco pesquero y él fue primero marinero, y después jefe de máquinas. Tenía pocas virtudes sepultadas en una enredadera de defectos y la principal, era su inconmovible ejercicio de la lealtad. Tony me salvó la vida, nos salvó, en realidad. A mí y al resto de la tripulación, durante una tormenta donde falló el motor. Reparó la avería cuando el barco estaba perdido y pudimos retornar a puerto. Recuerdo sus nudillos sangrantes y en carne viva de tanto meter las manos entre las bombas mecánicas. Pero lo logró. Él, con un poco de mi ayuda. Los demás estaban acurrucados en la cocina, muertos de miedo.

Fue el mejor marinero que tuve en casi 20 años. El primero en llegar, el último en irse. El que hacía todas las guardias de noche y velaba el sueño de los demás. El que tenía siempre la pava caliente y el mate listo. El que adoraba mi barco tanto o más que yo. De hecho me adoraba a mí. Era su norte, su faro. Me escuchaba con atención pero jamás registró nada de lo que le dije. Le anuncié su propia destrucción con años de anticipación. Nunca lo vio con la claridad que yo se lo anuncié, quizás porque todos somos buenos para ver el rumbo de la vida de los otros, y no controlar el nuestro. Eso es casi ley.

Tony era alcohólico y drogadicto. Y como todo adicto, un mentiroso patológico. Destruyó un primer matrimonio con dos hijos que jamás quisieron volver a ver a su padre. Eso fue antes que yo lo conociera. Cuando nuestros destinos se cruzaron, Tony se había vuelto a juntar con otra mujer y tenía dos nuevos hijos, con vidas recién estrenadas y listas para ser arruinadas. Su mujer tomaba con él. ¿Han notado que la mayoría de las personas que nos rodean son un verdadero enigma para nosotros? Aquí tienen un caso testigo. Sin embargo, todas las adicciones remitían cuando ponía un pie en el barco. Si alguien llevaba alcohol, Tony jamás profanaba esa botella. No se drogaba. Podría haberse presentado para ser marino en la Fragata Libertad...y ganarse el puesto. Venía de su casa con el aliento hediendo a vino barato y la nariz roja como un payaso de feria. Pero a las seis horas se recomponía. El aire de mar lo restauraba. A las diez horas, era Tony, el tipo en quien uno podía dejar su vida en sus manos e irse a dormir, que es lo que yo hacía. El mar era su vida. Tony jamás tendría que haber puesto un pie en tierra firme.

Pero la marea terminaba y debía volver a su casa. Y era entonces que empezaba a tomar y no se detenía, hasta que asomaba una nueva marea. Golpeaba a su mujer. Una vez le clavó un tenedor en el muslo. Conocí a sus hijos cuando la mayor tenía 10 y el menor recién nacido. Voy a obviar los nombres. A los 5 años el pequeño parecía un autista. De hecho, en una de las veces que lo vi, noté que tenía la nariz casi pegada a la tele, donde proyectaban algo de Disney. "Es corto de vista como su padre y su abuelo", me dijo la madre al notar ese comportamiento extraño. Recuerdo que le dije con amargura: "No creo que tenga nada malo en los ojos. Lo que quiere es meterse dentro de la tele y dejar de pertenecer a éste mundo". Su madre jamás entendió el comentario.

Cuando conocí a su hija, se cubría el rostro con el cabello, de la vergüenza que le daba que los demás la vieran. Todo eso estuvo oculto de mi mirada durante años. ¿Cómo se restaura uno a sí mismo si toda la infancia y parte de la adolescencia, convive con un monstruo? Es una pregunta horrorosa y no conozco la respuesta. Jamás llamó a su padre por el nombre. Cuando se refería a él, decía Tony. Jamás "papá". Ignoro la mayoría de las cosas que pasaron en esa casa, pero presencié algunas. Evité muchas otras. No fue suficiente.

La primera vez que su mujer me llamó por teléfono, fue hace más de 10 años. "¿Podría venir, Daniel? Disculpe que lo moleste tan tarde, pero Tony se está portando mal". Esa era la madre de todos los eufemismos. "Se está portando mal". Lo primero que vi cuando llegué a su casa, fue un postigo sostenido por una sola bisagra y el vidrio de la ventana roto. Había un sofá volcado, un televisor de tubo agujereado. Su hija estaba sentada en el rincón, con la silla vuelta hacia la pared. La mujer tenía la manga de la camisa arrancada desde el hombro y un gran morado en la mejilla. Tony estaba sentado frente a una radio y había cinco o seis botellas vacías de cerveza sobre la mesa, y una rota en el piso. Tomaba de a sorbitos, que es la forma en que toman los borrachos, como si eso les otorgara algún dominio sobre el alcohol. "Ahí lo tiene al borracho", dijo la mujer. "Mire lo que me hizo". Se levantó los restos de la camisa y vi que tenía un moretón que casi le cubría todas las costillas del lado derecho. Cuando me vio entrar, Tony empalideció. Después quiso agredir a su mujer: "¿Por qué carajo lo llamaste? Ahora vas a ver…" El "ahora vas a ver" debe ser uno de los latiguillos preferidos de los golpeadores. Lo saqué de la casa y me lo llevé al barco, como pude. Lo dejé encerrado adentro.

A la mañana recordaba poco y nada. Le hablé. Fue la primera de una serie interminable de charlas que no servían para nada. Se comprometió a cambiar. ¿Por qué uno es tan idiota que se cree que puede cambiar a alguien con el sólo acto de hablar? Es fácil. Sólo se trata de mover los labios. Él se avergonzó, no lloró pero casi. Las lágrimas se las reservaba para más tarde. Yo caí en todos los lugares comunes. Tony estaba orgulloso de la casa que había construido. Le hice una sentida semblanza de las diferencias entre "casa" y "hogar". Un rancho podía ser un "hogar" si los que vivían allí se amaban y una "casa" simplemente muros y piedra, si los que estaban dentro se detestaban, por más que fuera una mansión. Palabras. Palabras.

Hubo innumerables llamadas a la madrugada. "Se está portando mal", decía la mujer. Golpes. Vidrios rotos. Botellas vacías. Restos de alguna sustancia blanca en la mesa. El hijo de Tony apenas si fue una tregua en ese espiral de violencia. A veces yo no lo dejaba ir a la casa. Lo convencía de quedarse en el barco. Me profesaba una obediencia ciega. Pero si se avecinaba mal tiempo y debía permanecer en su casa por semanas, entonces se desataba el infierno. El teléfono. Yo iba. Lo sacaba de la casa. A veces se hacía de día mientras yo daba vueltas en el auto y él desvariaba con el lenguaje florido que sólo un alcohólico es capaz de enhebrar. Una vez le pegué un codazo en la cara, harto de sus desvaríos y su cabeza dio contra el vidrio del lado del acompañante. "¡Calláte! ¡Calláte, hijo de puta!". Él me hizo caso. Lo oí llorar por primera vez. Era un sonido repugnante. Tuve que bajar la velocidad por temor a hacernos mierda.

"Tenés que hacer la denuncia", le dije a la mujer al poco tiempo. No podía ir dos o tres veces por semana para sacarlo de la casa. "Sos la madre de esos chicos. ¿A vos te parece que crecen en un ambiente sano?". "Pero yo a Tony lo quiero. Pasa que cuando toma se porta mal", me contestó. La amenacé con hacer yo mismo la denuncia. O ir a Niñez para que le retiraran a los chicos. Ella me reputeó. Vi, literal, la máscara de una bruja. Fue entonces que entendí que no había un enfermo en la casa, sino dos. Mucho después escuché eso de "Relación tóxica". Y aparte una relación parasitaria. Le dije que no me llamara más, que se las arreglara como pudiera. Pero llamó, claro, y yo fui como un perrito entrenado. En mi mente pensaba en el titular del diario el día siguiente: "HOMBRE ALCOHOLIZADO MATA A TODA SU FAMILIA", o algo así. Recordaba al nene con características autistas y la chica que se cubría la cara con el cabello, como si fuera la protagonista de esa peli de terror, "La llamada". Lo sacaba de la casa. Lo llevaba al barco y lo encerraba. Volvía a revivir cuando nos hacíamos a la mar. Entonces le hablaba. Tony parecía entender. Prometía cambiar. Yo me creía la gran cosa. Sentía como si Tony fuese mi proyecto personal. Tener un hijo. Plantar un árbol. Escribir un libro. Reformar a Tony.

Imbécil. Imbécil.

Mi mujer es psicóloga y trabaja en Violencia de Género. La conocí mucho después que a Tony. Ella me advirtió, con esa mirada casi aburrida que tienen los profesionales que han visto repetirse el mismo fenómeno cientos de veces. No cambian. Siempre termina mal. No querés sentirte culpable, creéme, me dijo. O lo hacés vos o lo hago yo, ese fue su ultimátum.

Poco tiempo después, hizo un destrozo en la casa del padre. Su padre lo golpeó durante toda la infancia, claro. Una vez Tony me contó que le pusieron 17 puntos en la cabeza del palazo que le dio el viejo. Cuando llegué, el padre de Tony me mostró un calefactor arrancado de la pared y sí, la tele rota. "Mirá lo que me hizo éste hijo de puta", me dijo. Yo a esa altura era una especie de guardián de la cripta, confesor, carcelero. Lo que fuera. "A la madre le hizo agarrar cáncer y también me va a matar a mí". Tony escupió al padre en la cara. Cuando vi que el gargajo le corría por la cara, se me nubló la vista. Lo agarré del cuello y apreté. Apreté. Tony me tenía tanta devoción que tenía los brazos al costado del cuerpo y se dejaba asfixiar. Tal vez quería eso. Se daba asco. Se empezó a poner flojo. El que me hizo reaccionar fue su propio padre: "¡Matálo, Daniel, que sacamos seis baldosas y lo enterramos en el patio!", me gritó. El asunto ya se estaba tornando surrealista. Le había hundido los dedos hasta las falanges en el cuello. Lo solté y se derrumbó. Me miró como un perro apaleado.

"¿Por qué no te matas? Tiráte de la escollera, dale", le dije unos días después. "Tu vieja te lloraría porqué te parió, para tu viejo sería un alivio y tu mujer se encamaría con otro en un par de meses. Y sobre todo, tus hijos crecerían libres". Lloró. Y lloró. No creo que exista nada más repulsivo y lastimoso que el llanto de un borracho.


Poco tiempo después murió la madre. De tristeza, más que nada. Convencí al padre y a la esposa de Tony de internarlo. Fui al sindicato y conseguí una clínica, con vista al mar y todo. A pesar que no era una internación judicial, le hice creer que no se podía ir de ahí. Lloró. Ya detestaba ese llanto. "No me dejés acá, Dany. Te prometo que me voy a portar bien". Y dale con ese latiguillo pelotudo, como si fuera un nene de jardín. Me abrazó. Recuerdo ese abrazo desesperado y se lo retribuí. Cuando lo dejamos, le dije al padre y a la mujer: "Por más que llore, grite o amenace con matarse, ni se les ocurra sacarlo de ahí. Es la única oportunidad que les queda".

Lo sacaron a los veinte días. Firmó la esposa. La mujer iba todos los días a la casa del padre para pedirle plata. Supuso un alivio para el padre. La mujer decía que lo amaba. Lo único que le pregunté es que rol cumplían sus hijos en todo aquel asunto. Ella no quiso contestarme. No supo. O no le interesaba. Tony empezó a tomar rápido y mucho, para recuperar el tiempo perdido y sus niveles habituales de alcohol. La rutina de golpes y destrozos empezó a la segunda noche. Cuando quiso volver al barco, le dije que ya no lo quería a bordo. Me puteó. Amenazó con cortarme la garganta cuando me viera. "Cuando quieras. Ya sabés por donde ando todo el tiempo", le contesté.

Se fue a otro barco. Lo perdí de vista durante casi un año. Hasta que me enteré que se había pasado de vueltas y le había clavado un cuchillo a la mujer en el hombro. Fue a la cárcel. Su mujer, al fin, hizo la denuncia y le pusieron una perimetral. El padre le pagó a un abogado, porque estaba harto de tener que ser el sostén de la mujer y sus nietos. Tony tenía un hermano menor. Jamás se involucró. "Por mí que se muera", me dijo una vez que le pedí ayuda. "Él y la mujer". Salió de la cárcel y volvió a su casa. La perimetral seguía vigente, pero la mujer permitió que se quedara.

Se "portó bien" durante un tiempo. Fue a una iglesia evangelista. Una vez me encontró en el puerto y me dijo que se había curado. Dios lo había curado. Me pidió volver. Accedí. Parecía rehabilitado. No tenía ese aliento hediondo ni el olor impregnado en la piel de la mayoría de los borrachos. En el barco seguía siendo confiable, compañero, leal. Trajo una biblia. Una noche, en alta mar, desperté mientras hacía la guardia. Mi cucheta está justo detrás del lugar del timonel. Susurraba párrafos de la biblia. Vi la luna redonda, de cuento, por una de las ventanas. Llevaba el timón con mano firme. Tenía la mirada clara y pienso que Tony no hubiera cambiado esa noche por ninguna otra. Aún faltaba una hora para recoger el arte de pesca. Seguí durmiendo.


El teléfono sonó una madrugada, poco tiempo después. "Tony se está portando mal". Fui. Le había pegado a su hija porque "le había faltado el respeto", según su palabra de borracho. Tenía 17 años y odiaba a su padre con toda su alma. Y, como todas las adolescentes, ya no se callaba. No llevaba el pelo sobre la cara. Lo insultó hasta que rompió en lágrimas. Lo saqué de la casa. Yo estaba tan furioso que Tony lo notó y se ahorró los desvaríos de borracho. Fuimos a una plaza cerca de su casa. Le dije que se bajara. Tenía un pedazo de caña de bambú detrás del asiento. Me bajé tras él y lo azoté en la frente con tanta fuerza que los nudos de la caña le quedaron marcados. Le di con la caña como si fuera una lapidación pública. Gritaba. Se encendió una luz de una de las casas. Lo subí al auto. Era un mes de junio. Salí fuera de la ciudad unos veinte kilómetros. Sangraba. Paré a un costado de la ruta. "Bajáte", le ordené. "Y moríte de una vez".


Otra noche. Y otra noche más. Iba hasta la casa. Le decía a la mujer porque no llamaba a la policía. Me dijo que no le daban bolilla. Pero mentía, claro. Una noche llamé yo. Llegué a su casa al mismo tiempo que dos patrulleros. Ella empalideció. Tony abrió la puerta del garaje y sacó el dogo que tenía, uno enorme. "Ésta es mi casa", dijo. Los policías se retiraron hasta la puerta. Yo estaba en el camino del dogo. Alcancé a manotear una silla e interponerla entre el animal y yo. El jefe del operativo amartilló el arma y dijo: "Flaco, o guardás el perro o lo bajo desde acá". Yo dije, "Tony, la puta que te parió". A esa altura el dogo se había morfado medio respaldo de la silla. Tomó al perro de la correa y lo metió en el garaje. El jefe del operativo se me arrimó y dijo: "Flaco, llevátelo de acá". Lo miré sin entender. "Pero si fui yo quien llamó al 911", le dije. El policía me dijo que ellos no podían subir a nadie al patrullero sin denuncia. Y ella no la había hecho. "Pero llamé yo", insistí. El milico sonrió como si hubiera tenido esa conversación unas 200 veces. "Cargátelo en el auto y llevátelo. Ya conocemos toda la historia. Sabemos quiénes son estos y también sabemos que al único que le da pelota ese falopero es a vos".

 Eso fue lo que hice. Otra noche con Tony desvariando en el auto. Lo dejé en el barco. Tenía tanto alcohol y merca encima que no había manera que se quedara quieto. Recién aflojó después de la quinta pava de mate. Se durmió en su cucheta de maquinista. 17 horas seguidas.


Una vez me dijo que se drogaban los dos con la mujer. Me lo dijo mientras navegábamos para puerto después de un buen día de pesca. Me daba curiosidad la cuestión logística. "¿Cómo es que se falopean con dos hijos?", le pregunté. "¿O se la dan cuando los pibes se van a dormir?". No. Me dijo que venía el diller con una motito. Tony llevaba la bolsita al baño. Se daba un saque. Volvía. Después iba la mujer y se daba su saque. Era una ecuación que no terminaba de cuajar en mi cabeza. Llegaron a consumir diez gramos por día. "¿Eso es mucho?", le pregunté. Estaba horrorizado. "Un montón", me contestó.

Mi mujer hizo la denuncia a Niñez. Fueron al colegio de los chicos. Los profesionales los interrogaron. No notaron nada que mereciera una intervención.

Más llamadas a medianoche. Más vueltas en círculo. Le tenía terror al sonido del móvil a la madrugada, pero al mismo tiempo no podía silenciarlo. Siempre me imaginaba ese titular: "HOMBRE MATA A SU FAMILIA Y SE QUITA LA VIDA". Y que estuviera en mis manos evitarlo y no llegar a tiempo.

Le tramité una nueva internación. Le dije a la mujer que pidiera una orden al juez para que no pudiera salir. Jamás lo hizo. El padre de Tony murió por esa época. Poco después, la esposa firmó la externación. Yo le pasaba la mensualidad pero no era suficiente. Necesitaba a su proveedor. El sistema no funcionaba. La rueda se había encastrado en algún diente y no se movía en ninguna dirección.

Un día vi la foto de perfil de la hija de Tony. Se había teñido el pelo de violeta, tenía un piercing en la lengua y hacía los cuernos a la cámara. Tenía una campera con tachas. No me gustaba su mirada. En absoluto.

"¿Sabés cómo vas a terminar, no?", le dije un día. "En una zanja o en cana". "Que sea pronto", me contestó.

Empezó a faltar. Hasta que lo perdí de vista. Pasó un tiempo. De vez en cuando algún conocido me pasaba algunas novedades de Tony. Sí, seguía viviendo en su casa. Su hija se fue de la casa y se juntó con un hombre muy mayor. De vez en cuando sonaba el teléfono en la madrugada de un número privado. Cuando contestaba, alguien suspiraba y colgaba.

El padre de Tony le había dejado un montón de plata. En dólares. Era uno de esos viejos avaros, cuya fortuna sólo se hace visible cuando mueren. Un día me crucé con la mujer de Tony en la calle. Le pregunté cómo andaban. "Y vio como es Tony", me contestó. "A veces se porta mal". Me la quedé mirando. "Y el nene salió igual", agregó. "A veces, cuando voy a hacer las compras, me dice: ¿Dónde vas, putita?". Tiene diez años.

Hace unos dos meses su esposa me llamó. Me dijo que había tenido que llamar a la policía. Se llevaron a Tony, me dijo llorando. No había tenido más remedio que denunciarlo. "Vio cómo se pone cuando toma" repitió por enésima vez. "Me llamó desde el penal. Dice que se tropezó y se golpeó contra una reja. Después se cortó. A los 15 minutos me llamó alguien que me dijo que Tony se había desmayado y lo llevaban al hospital. Dicen que está en coma".


Recuerdo que una vez me dijo: "Si vuelvo a caer en cana, me mato". No me fue difícil llenar los espacios en blanco. Llegó a la cárcel y tuvo un colapso. Gritó, puteó, se la agarró con alguien. Le pegaron feo. La mujer me dijo que en las tomografías todo lo que se veía era sangre. Le drenaron dos veces el cráneo. No podía verlo seguido por la pandemia. Cayó en coma.


Tony estuvo en terapia intensiva durante 54 días. Lo pasaron a terapia intermedia. Podía respirar por sus propios medios, pero eso era todo. La médica dijo que sus posibilidades de recuperación eran mínimas. Apenas si abría los ojos. Murió sin recuperar la conciencia. Su mujer me llamó por última vez a la madrugada para darme la noticia. Lloraba. "No fue culpa mía", me dijo y no entendí. "Cuidá a tu hijo y recomponé tu vida", fue todo lo que me salió.


Después le hice las preguntas de rigor. No, no harían velatorio. Cargaron a Tony en la morguera el viernes pasado y lo enterraron, sin rezos ni flores. "Zanja o la cana", fue lo que le dije. Sentí un gran peso en el corazón y también alivio, porque no se había llevado a nadie con él excepto a sus demonios. Triste, solitario y final, dijo Soriano. A veces uno se queda con la impresión que pudo hacer algo más…y las preguntas derivan en más preguntas. Hay vidas que no pueden ser salvadas. Hay personas que sólo sirven para estropear las vidas de quienes los rodean. Sin embargo elevé una plegaria por Tony. La plegaria de un casi agnóstico. Puede que no mereciera más. Sin embargo ese peso en el corazón aún me acompaña, y lo hará durante mucho tiempo.


Su hija me llamó hace unos días. Me dijo: "Muchas veces le decíamos a Tony que si no se dejaba de joder, lo llamábamos a usted y eso lo calmaba. Nunca le dije gracias. Me alegro que se haya muerto". Le dije que se cuidara y que velara por su hermano. Me dijo "Claro", sin una entonación que pudiese descifrar.


Hay una tumba en algún lugar que nadie visitará jamás. Presumo que está en un sitio oscuro donde ni siquiera el sol puede penetrar. Lo recuerdo esa noche, sosteniendo el timón y susurrando un versículo de la biblia. La luna pegándole de frente. Los demonios lo devoraron de adentro hacia afuera.

Quién sabe si descansará en paz alguna vez.

DANIEL ASARO

12-03-21


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