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HERBMA

una Novela de
Turavinina Yuliya





“La civilización es un ablandamiento de la moral y el conocimiento para observar los órdenes de las leyes de la convivencia y es solo una máscara de la virtud, y no su rostro. La civilización no significa nada para la sociedad si no le da los fundamentos y las formas de la virtud”. 

                           Víctor Riquetti, marqués de Mirabeau (“El amigo de las leyes o Tratado de la civilización” pág. 384)


HERBMA


I.

Son las catorce de mediodía, la hora cuando un mozo, después de servir a más de una docena de clientes y luego de limpiar otra docena de  mesas, puede al fin parar y  sentarse para comer el plato de día y tomar su café. Lo hacen mis compañeras y también lo habría podido hacer yo, si no fuese por el hecho de que desde hace tres semanas mi horario del almuerzo —relativamente libre— lo ocupa un cliente que al ingresar por la puerta giratoria de nuestro bar puntualmente a las catorce y cinco de mediodía  va directamente a la mesa de mi servicio, por lo cual mi trabajo sigue. Es joven y guapo, tiene finos rasgos y habla más lindo que los docentes de la universidad cercana que vienen en grupos de a tres o cuatro a almorzar. Cuando me hace el pedido me mira a la cara examinando mis ojos, tal  como lo hacen algunos escritores de la editorial que está a la vuelta y que suelen  pasar cuatro o cinco horas seguidas, tomando una sola taza de café mientras que lavan las entrañas de sus camaradas de plumas y, cuando les  insinúas que hay gente esperando la mesa libre, se callan y te miran fijamente como si les estuvieras pidiendo que te laven también a ti tus propias entrañas. Su vestuario es propio de un abogado bien pago, que a diferencia de un vestuario formal como, por ejemplo,  de un ingeniero, es más lujoso y extravagantemente acrisolado, pero del abogado lo distingue la barba de tres días y las rastas unidas en un nudo. Conclusión, es un rastafari gallardo, educado y con un buen pasar económico.

Son las catorce del mediodía y mientras  mis compañeros se sirven  platos de deliciosas patatas doradas con salsa de tomate, yo estoy en alerta sentada al lado de la barra con la mirada clavada en la puerta giratoria. Mis compañeros se ríen guiñándome los ojos; hago la cuenta regresiva “cuatro, tres, dos” y ya veo la silueta de mi cliente misterioso.

—Buen día —le entrego la carta del menú aunque sé de memoria lo que va a pedir. En tres semanas no había variado los platos.

—Buen día, señorita — responde mirándome a la profundidad de mis pupilas. No pestañea, ni sonríe. Su mirada es un poco cínica y  algo burlona y, sin embargo,  cálida; la mirada inspiradora de confianza—. “Soupe a l’oignon” y papas al horno con salsa de champiñones —pronuncia claramente sin abrir la carta y sin desviar la mirada.

—¿Alguna bebida? —creo que fue la decimoquinta o vigésima pregunta durante estas tres semanas que él responde siempre con una negación.

—No. Se lo agradezco. Luego tomo un té —decimoquinta o vigésima aclaración.

—Entonces una sopa de cebolla y papas al horno con salsa de champiñones —repito y anoto en mi block de notas las abreviaturas SPCH—. Enseguida se lo alcanzo. 

Puedo asegurar que es el único cliente con quien “enseguida se lo alcanzo” se cumple literalmente.  Cuando aparezco en la cocina el cocinero precipita a mi encuentro  una bandeja ya armada; me sonríe y yo, revoloteando los ojos, recibo la bandeja y vuelvo a la sala de visitantes. Deposito cuidadosamente los platos sobre la mesa, le deseo un buen apetito, giro sobre los tacones como un soldado y en el momento cuando él sumerge la cuchara en el brilloso líquido de la sopa, repentinamente, vuelvo.

—Mil disculpas —balbuceo asombrada por mi  atrevimiento—, ¿por qué? ¿Por qué siempre la misma hora, la misma mesa y el mismo menú?

Mi cliente se eche contra el respaldo de la silla, me mira, aunque su mirada no expresa sorpresa ninguna, sonríe y responde:

—Si le digo que es  casualidad le miento. Estoy aquí por usted o, mejor dicho, por la profunda curiosidad que usted  despierta en mí.

—¿Curiosidad sobre qué? —mi balbuceo cambia por una voz sonora porque con el olfato Napoleónico tengo la premonición de que  la superioridad de la situación ahora  es mía.

—Curiosidad sobre...—hace una pausa para medir  palabras y prosigue—, ¿cómo puede ser que una persona, que con un interés inquisitivo escudriña las páginas de un  libro de la cocina antigua,  pueda con la consciencia limpia unas horas más tarde servir a la gente los platos de ensilaje?

—¿Qué dice? —retrocedo un paso. Ahora el mismo olfato me dice que debo tener cuidado con ese tipo—, ¿de qué habla? —vuelvo preguntar en murmullo por temor a que alguien escuchara.

—Hablo del libro de la cocina de su abuela, ¿o acaso no tiene una  abuela que vive en una pensión para adultos? ¿O su abuela no tiene un libro culinario ilustrativo?

—Y usted, ¿quién es…?

—Soy un médico. Siendo más explícito, soy el médico de su abuela. Ahora, si me permite, seguiré comiendo —propone agarrando la cuchara que todo ese tiempo esperaba pacientemente hundida en la sopa de cebolla.

II.

Las letras y los números en negro sobre un fondo blanco, de una tarjeta plastificada que mi insólito cliente me dejó junto con el pago de su almuerzo, insinúan que tal Méloé Martín Rousseau, un médico nutricionista, desea que le llame. La situación me enerva, pero la intriga enciende mi cerebro. Es evidente que él no es un ciudadano juicioso que desea denunciar mis actos delictivos. También la idiosincrasia con la cual se presentaba todos estos días indica que actitudes tan abominables como chantaje y la extorsión son ajenos para él. Y esa rareza de llamar “ensilaje”  los platos que consume en el bar. ¿No habrá de querer pedir que le cocine alguna receta del libro de mi abuela? Pero un nutricionista licenciado no puede desear probar algo que está prohibido por el Sistema de Cuidado de Salud e incluso por  la ley que prohíbe severamente concebir a los animales como mercancías, ¿será posible?  "la curiosidad mató al gato”, pienso mientras  tecleo los números.

III.

En la cafetería en donde nos encontrábamos a las tres de la tarde había poca gente. Además de una pareja ensimismada y un grupo de estudiantes que, después de tres pintas de cerveza para cada uno, cambiaron la charla por la disputa acompañándola con alteradas protestas y elevadas carcajadas, había un anciano sentado al lado de la ventana observando a los transeúntes, dos mozos y un barman. Los últimos tres, sentados en bancos altos al lado de la barra,  susurran entre sí y alternan, de vez en cuando, sus miradas entre el grupo de estudiantes y nosotros. 

Con los estudiantes está todo claro, ¿pero nosotros? Un hombre adulto de apariencia un poco pedante, impecablemente vestido con una costosa ropa notoriamente  del salón de algún modista famoso, al lado de una chica menuda, de aspecto juvenil, de pelo corto y sobresalido como plumas de un gorrión asustado, de jeans sencillos y una camiseta que se venden por kilo en barrios populares, donde una tienda no es otra cosa que un container de chapa que huele a pis de gato y está iluminado con una  luz opaca de una sola lámpara.  No obstante, hay algo especial en él, algo endeble, una especie de debilidad o elegancia casi femenina, que tal vez se esconde en sus manos gráciles con dedos delgados y nudillos salientes, o en su mirada divertida y a su vez un poco perdida, o en sus rastas tan contrarias a su pedantería; y algo especial en mí, tal vez por la forma en que lo miro o como me rio abiertamente mientras que él me cuenta las historias sobre mi abuela.

Miré mi reloj y dije que es la hora para despedirse agregando algo banal tipo “ni me di cuenta de cómo pasó el tiempo”. “Dime”, Rousseau bajó su mirada y la hundió en la taza de café, “¿Qué  es herbma?”  Y sin dejarme reflexionar y antes de que me pusiera una cara de desentendida siguió:

—Sé que sabes de qué hablo. Me podés confiar en mí—se inclinó y susurró—he comido salchichas de cerdo. —La saliva se atragantó en mi garganta.

—No sé de qué habla. De verdad no sé —respondí levantándome, pero Rousseau  me agarró de la mano y hubo en sus ojos la desesperación.

—Las salchichas, ¿de verdad son alemanas? Así me dijo su abuela. Y también me mostró la grasa de tejón y aceite de pescado.

—Aceite de bacalao —se me escapó la corrección.

—¿Qué es Herbma?—volvió a preguntar Rousseau ahora con su voz  siempre tranquila y convincente.

—No lo sé, ¡doctor!—respondí con un tono suplicante pronunciando parcialmente cada palabra. La bronca se me brotaba—. Solo conozco una persona que me consigue estos aceites para mi abuela y de vez en cuando le compro las salchichas. Pero yo no hago nada delictivo. Es para mi abuela, para sus pulmones y el corazón.

—No estoy culpándote de nada. Al contrario, pido que me lleves ahí, a este lugar.

—¡Pero no conozco ningún lugar! Supongo que es un club o una tienda clandestina. No lo sé. Nunca estuve ahí ni sé la dirección. Créeme, doctor Rousseau.

—Cítame entonces con este tipo o averigua sobre el sitio. ¿No te da curiosidad?

—La curiosidad mató al gato— respondí y pensé que seguramente es un atisbo; recordar dos veces la misma frase. Siempre sospechaba que esa pequeña aventura de comprar cosas prohibidas tarde o temprano terminaría mal—. No le prometo nada. Si sé algo le aviso. Y le pido una cosa. No venga más a comer al bar o si va a venir  ocupe otra mesa. Ya son tres semanas que pierdo mi almuerzo por atenderle.

IV.

Era una cálida noche de otoño. Ahora el sol cede temprano y los faros de la calle, que se prenden más temprano que en verano, alumbran las diáfanas hojas que, aunque ya cambiaron su verdeo veraneo por multicolores otoñizos, todavía no se caen y siguen adornando los árboles. Sentada en un banco de la plaza y disfrutando esa belleza urbana espero que aparezcan Méloé Rousseau  y Gregorio.

 A Gregorio lo conocí unos cinco años atrás. En aquel entonces trabajaba en un restaurante como ayudante de cocina y él era proveedor de la mercadería. Recibir la mercadería era función del chef, pero como no se aguantaban mutuamente el chef cedió esa carga a mí. “¿Cómo anda el advenedizo?”, siempre preguntaba Gregorio mientras yo revisaba y elegía  la mercadería guardada en su camioneta. “¿Todavía está vivo este bocazas?”, comentaba el chef firmando el cheque para Gregorio. Pero Gregorio no era parlanchín, ahora ya lo sé seguro aunque en aquellas épocas en pocas ocasiones que lo he visto he notado que había algo contradictorio en él. Si había, alrededor suyo, más de tres personas, Gregorio hablaba mucho, bromeaba y, hasta;  coqueteaba. Pero cuando estábamos en el patio a solos, él    permanecía callado y serio. A diferencia de su comportamiento, sus ojos nunca cambiaban de expresión: siempre fríos, atentos, mirando con sospecha y desconfianza. Su desconfianza muda emperifollada en una extroversión pomposa tampoco me inculcaba seguridad de su franqueza. Con pocas palabras: no me gustaba. Hasta que un día  sucedió lo siguiente. 

Recuerdo que aquel año el inverno fue crudo y prolongado. Los precios de las frutas y verduras, que para esta estación del año siempre son elevados, subieron hasta lo imposible. Milanesas de soja con chucrut era el plato de todos los días. “Estas demasiado delgada, Berenice”, comentó Gregorio en uno de aquellos días mientras yo, debido a costumbre, revisaba la escasa mercadería que él había traído para vender, “tienes ojeras y te tiemblan las manos”. “Es por el frio”, respondí y carraspeé en señal de prueba. “No, no es por el frio”, se acercó y me estiró suavemente los parpados, como lo hacen los médicos, “tienes ojos amarillos. Eres raquítica. No juegues con eso”. Me encogí de hombros sin responder. La palabra “raquítica” me resonó en el oído y me hizo apenarme por mí misma y probablemente esa pena se reflejó en mi rostro. Gregorio me observó, luego se acercó a una caja escondida en el fondo del baúl, se detuvo por un instante como si se hubiera arrepentido, pero repentinamente la abrió y escogió un frasco. “Dos cucharitas colmadas dos veces al día. El gusto es feo, pero eres una muchacha adulta y espero que no vayas a joder tu salud por el mal olor o gusto de remedio”,  cerró baúl de su auto y quiso marcharse, pero como si recordase de algo se dio vuelta y me dijo en voz baja, “esconde el frasco y no le digas a nadie que yo te lo di. Si me preguntan voy a negar todo”. “¿Quién te va a preguntar?”, pensé un poco desentendida por todo lo que acababa de pasar, pero a él le dije “Gracias. Entendido”.

“Podes preguntar a “ese muchacho” si puede venderme algo rico”, me susurra mi abuela a los oídos al inclinarme para darle un beso  de despedida en su flácida y suave mejilla.  Esa misma tarde la fui a visitar en la pensión y  le  había traído algunos remedios y cosméticos de su mandado. Con la prolijidad inherente solo a las ancianas ella  siempre revisa cado frasco y envase con comentarios quejosos controlando minuciosamente las fechas de vencimiento, marcas, composiciones y modos de uso. “No lo puedo creer, ¡la grasa de tejón!”, escuché su exclamación repentina y seguido una serie de preguntas, “¿Dónde?, ¿Cómo?, ¿No hay más veto o rehabilitaron los derechos para los medicamentos?, ¿Por qué siempre soy última en saberlo?” Reconocí en sus manos el frasco que me había dado Gregorio. Ya  lo había destapado y lo olfateaba con una exageración de tal manera que sus fosas nasales se hincharon graciosamente. Tuve que explicarle el origen de ese frasco. Se puso triste y funesta, ya sea por el hecho de que no se levantó el veto o por el hecho de que padezco el raquitismo, pero me miró examinándome, levantó un par de veces mis brazos y luego me tendió el frasco en mis manos diciendo que lo debería consumir así como me lo indicó “ese muchacho”.

—¿Qué es “algo rico”, abuela? Te lo compro sin consultarle a Gregorio.

—No, no. Pregúntale a él. El sabrá de qué hablo.

Y Gregorio supo. A partir de ese momento lo empecé ver más seguido. El me traía “golosinas” para mi abuela: caviar rojo y negro, hígado de bacalao, sardinas ahumadas, salmón curado, ternera, conejo o pollo en escabeche. Una vez trajo escabeche de yacaré, que me pareció repugnante, y salchichas alemanas, la única cosa que comía yo  y me gustaron con mostaza picante.

V.

El primero en llegar fue Gregorio. Nos saludamos y le pregunté si era tan necesaria mi asistencia. Justo cuando Gregorio me contestaba que él no quería hacer cargo de nadie y que él solo nos ayudaría entrar en el lugar y después debíamos arreglarnos solos, apareció Méloé  Rousseau. Estaba vestido con un conjunto deportivo de color lila, que le quedaba bastante corto y las medias de un nivelo blancor se veían risiblemente sobre las zapatillas negras.

—Yo no dije que vamos a una fiesta de disfraces —ironizó Gregorio—. Pedí que se vistiesen con ropa discreta.

 Rousseau se puso confuso y se ruborizó. Si no fuese por sus zapatillas tan marcadamente masculinas de talle no menos de cuarenta y cinco y su barba corta, el doctor podía pasar por una adolescente  con su sonrisa disculposa y simpática, suave rubor sobre la fresca piel de sus mejillas y ágil y esbelta delgadez. Sentí por él una empatía y ganas de abrazarlo y protegerlo. Gregorio se encogió de hombros y restregándose las manos como si se las lavara dijo que no teníamos tiempo para cambiarnos y nos marchamos. Nos fuimos en su camioneta.

 El camino era largo y como la noche bajó  su siega oscuridad yo no podía distinguir por donde nos íbamos. Noté que el doctor también trataba de averiguar las calles que estábamos atravesando por el modo en que observaba la oscuridad omnímoda a través de la ventanilla. A veces se daba vuelta y me miraba con  sus brillosos ojos;  sus ardientes mejillas, consubstanciales a un adolescente en preludia de una aventura divertida, insinuaban que él gozaba de toda esa situación. La alegría de su pasión me tranquilizaba, aunque en el fondo de mi alma las dudas al igual que los gatos salvajes, me clavaban sus garras despertando mi inquietud.

—Estimado, ¿qué significa “herbma”? —Rousseau dirigió su pregunta al vacío y me di cuenta que no los había presentado entre sí.

—Estimado —se burló Gregorio con un tono irónico mirándonos por el espejo— ¡qué tal la palabra! Hace rato la gente dejó de decir “estimado”.  Herbma es un anagrama de hambre.

—Claro, es tan simple —balbuceó Rousseau—, podría haberlo adivinado. Hambre de algo prohibido no puede ser otra cosa que herbma.

—Hoy van de invitados. Pero si van a querer quedarse y entrar al club como miembros, van a tener que pagar las cuotas que pagan todos los socios —dijo Gregorio guiñándome el ojo—. Los recibirá el encargado de este club. Se llama Carlos. Él  les explicará todo.

—¿Entonces no es el único club? —reflexionó Rousseau haciendo la pregunta que Gregorio no respondió.

Por fin la camioneta aparcó frente a un muro alto. No se veía ninguna entrada y tampoco se podía ver lo que había tras ese muro. Gregorio estacionó y bajó. Nosotros lo seguimos.  Después de caminar unos cincuenta metros a lo largo del muro, Gregorio se volvió y se sumergió directamente en las profundidades de los arbustos. Ahora lo seguimos, adivinando sus pasos por el crujir de las ramas  y el susurro de la hierba seca que pisaba. 

En una de las copas de escasos árboles perdidos en la nocturna neblina se escuchó el cacareo de un urogallo y enseguida le contestó un búho con sus amenazantes ululatos. Se me puso la piel de gallina y sentí que me sudaban las palmas de las manos. “¡A qué proeza me atrevo, y al mismo tiempo tengo miedo de  nimiedades!” —pensé.  Llegamos hasta el muro y Gregorio hizo tres golpes: dos rápidos y el tercero espaciado. Enseguida, como si nos estuvieran esperando, se abrió un estrecho sector  más parecido a una rendija que a una puerta y nosotros pasamos, aunque con dificultad, uno tras otro al otro lado. Nos recibió una silueta negra cuyo rostro nos impedía ver la capucha puesta sobre su cabeza. Gregorio se presentó y dijo que está con dos invitados. La silueta sin pronunciar una sola palabra nos dio la señal de seguirlo y se adelantó. Y henos aquí en marcha, sin hacer ruido otros cincuenta o cien metros a través de un territorio arbolado hasta salir a una fachada trasera de un voluminoso edificio. 

Por  su arquitectura, o más bien,  su ausencia, el edificio probablemente era una especie de fábrica abandonada: una gran caja de ladrillos que la luna llena parecía teñir de amarillo. Después del extendido  viaje  el prolongado caminar a lo largo de la pared de la fábrica empezó a fastidiarme; el frio y el sueño se apoderaban de mí. Sentí un fuerte enfado y con el doctor Rousseau, que me involucró en este desagradable paseo, y con Gregorio que no aceptó llevar a Rousseau solo, pero lo peor de todo que no me quedaba otra que tragar esa bronca y seguir caminando: ellos delante, yo detrás, Rousseau con entusiasmo, yo insultándolo por mis adentros. Por fin, al doblar la esquina apareció una tenue luz de un farol  que iluminaba un porche de cemento de tres escalones parcialmente devastados con el tiempo.

La silueta negra abrió la enorme puerta de hierro y volvió a señalar que entráramos. Pero Gregorio dijo que esta vez no iría y que solo nos había acompañado hasta la entrada, se despidió con una sola inclinación de  cabeza y  desapareció en la oscuridad por el mismo camino.

Nosotros seguimos por un largo zaguán de paredes desnudas pintadas con cal tenuemente iluminado por los limitados tubos fluorescentes, cada segundo de los cuales ya había cumplido con su periodo de la vida de modo que, parpadeando, o nos sumergía en la completa oscuridad o volvía a iluminar nuestro camino con una débil luz amarilla. El piso del zaguán estaba cubierto con baldosas viejas y sucias llenas de piedras, con los cuales yo tropezaba constantemente  arriesgando cortar la suela de mis únicas zapatillas. Finalmente, la pesadilla caminante terminó y nos encontramos frente a otra puerta enorme. “Hay creencia de que todos los túneles terminan con una luz blanca y los pasillos con una puerta”, bromeó murmurando Rousseau. La silueta negra abrió la puerta de par en par y la luz blanca  cegó nuestros ojos acostumbrados a oscuridad.

VI.

Un aposento enorme, que otrora debió haber sido una  sala de máquinas, estaba iluminado con múltiples focos cuyos rayos estaban enfocados y cruzados en el centro de la sala, justo en el lugar que  representaba una especie de escenario, sobre cual había colocada, por arriba de unos leños y carbones, una cruz metálica ligeramente inclinada. Muy por encima de esa cruz, prácticamente pegado al cielorraso estaba instalado un purificador de aire de tamaño tan grande que yo jamás había visto antes. A lo largo de las paredes del aposento se veían mesas individuales servidas con bebidas y vasos. Los invitados de distintas edades formaban grupos, charlando entre sí o se acercaban a otros para dar la bienvenida a recién llegados  e intercambiar  novedades. Todos parecían estar familiarizados y unidos por unanimidad. Las paredes de la sala estaban decoradas con lemas escritos con pintura blanca sobre lienzos rojos. “Todo de la tierra ha venido todo a la tierra  se irá”, leyó Rousseau en voz alta. “No mates ni por diversión ni por placer”, seguí yo la lectura. “¡El hambre no es crimen! Comer no es matar, es salvar la vida en la tierra…”, era un lema más largo que no llegué a  terminar porque se nos acercó un anciano de semblante simpático y con una  sonrisa deslumbrante y, abriendo sus brazos en bienvenida,  dijo:

—Ustedes son los novatos. Ya me habían avisado. Soy Carlos.

—Méloé —se apresuró a responder Rousseau estirando la mano en señal de simpatía.

—Berenice —también respondí yo casi en murmureo, pero Carlos, sin dejar de estrechar la mano del doctor en un apretón, exclamó:

—¡Qué lindo nombre, Berenice! ¡Significa la persona que lleva la victoria! Y nosotros necesitamos suerte y victoria. Bienvenidos, jóvenes. Vengan conmigo que pronto empezará la ceremonia.

Carlos nos condujo hacía una mesa cerca de la cual ya estaban varias personas a las que nos presentó y les pidió que nos ayudaran a sentirnos como en casa. Todos parecían muy bondadosos y locuaces y Rousseau inmediatamente encontró con ellos un tema en común. Les confesó que era un médico nutricionista  y que no apoyaba a la doctrina que excluía la carne como alimento y, tanto más, la dura forma con que se cumplía esta doctrina mediante la ley y sus pautas que dictaban el delito y el castigo. Y yo preferí quedarme en la sombra agradeciendo con toda mi alma la labia del doctor.

Alguien le pegó a un gong y todos se pusieron atrás de las mesas mirando hacía una puerta que estaba en el otro extremo de la sala. De ahí salió una caravana y, bajo el eco zumbante  del gong, inició su solemne procesión. La caravana la encabezaba un hombre vestido  de una camisa blanca de cuello Mao, con un “Toque Blanche” de estilo champiñón y largo delantal negro. Tras de él iban cuatro muchachos vestidos de trajes negros y camisas blancas adornadas con  moños negros en lugar de corbatas. Llevaban en sus hombros una camilla abierta sobre dos troncos arriba de la cuál yacía una  canal de un animal. Se notaba que el animal estaba recientemente sacrificado, porque  la lona de la camilla estaba completamente empapada de sangre que rezumaba y goteaba al suelo. 

La caravana la cerraban  mujeres vestidas de pastoras y muchachos vestidos de aldeanos que llevaban en sus manos  bandejas de plata  con platos llenos de manjares que eran difíciles de identificar a primera vista. A menudo que la caravana se extendía por el círculo pasando al lado de las mesas, el vaho, que salía de estos manjares, invadía el aire, atravesaba nuestras fosas nasales y penetraba en  los estómagos despertando un apetito apasionado.

—¿Para qué tanta pompa? —pregunté en voz baja al doctor. En vez de responderme Méloé puso un dedo sobre sus labios. Sus ojos brillaban de una incipiente excitación—. ¿Qué van a hacer con ese cadáver?

—No es un cadáver. Es un cordero lechal —susurró con irritación.

—No por eso deja de ser un cadáver —respondí irónicamente.

Mientras tanto las pastoras y los aldeanos depositaron los platos fragantes sobre las mesas y los invitados se acercaron para servirse. Como dijo Carlos, era su entrada preferida; unas tartaletas de hojaldre rellenas de ensalada de pollo y  panqueques doblados en triángulos cubiertos con caviar rojo. En el centro de la mesa había un plato redondo con una especie roja formada en un círculo con bordes alrededor de cuales en forma de unos pétalos estaban colocados las croquetas de pan.

—Sírvanse —invitó Carlos—es todo muy delicioso.

—Por ahora con la ensalada de remolacha estoy bien —respondí señalando el plato con el círculo rojo.

—No es una ensalada de remolacha, princesa —Carlos agarró una croqueta, colocó sobre ella una pequeña porción del contenido del plato y me la ofreció con una sonrisa generosa de un anciano sabio—. Es carne a la tártara.

Le di un mordisco y sentí sobre mi paladar algo fresco, húmedo y viscoso, con un sutil sabor ácido. Apresuré a tragármelo rápido y sin masticar, antes de que mi paladar se conecte con mi imaginación. Luego escogí un panqueque y sacudiendo las bolitas aceitosas de caviar sobre el platillo que sostenía en mis manos, devoré la masa masticándola intensamente para eliminar el resto del sabor. A diferencia de mi sufrimiento, Méloé Rousseau parecía disfrutar de la comida y hasta me daba vergüenza verlo agarrar con una desmesurada frecuencia una cosa tras la otra, como un ogro hambriento, y engullirlas ávidamente. ÉL masticaba como un desaforado con la servilleta atada al cuello y yo, mirándolo, sorprendía de cómo puede verse tan extraordinariamente sexual un acto tan simple como masticar un panqueque.

Se prendieron más luces  y a nuestros ojos se presentó un cuadro con el cadáver de un cordero colocado sobre la cruz y rodeado con leñas que el hombre en “Toque Blanche” prendió de fuego. El carbón que cubría el piso debajo del cordero parece que  ya estaba calentado anticipadamente, ya que de él se extendía el humo que envolvía al animal.

De la misma puerta del fondo salieron unos hombres vestidos con disfraces muy originales y bien hechos. Llevaban en sus manos instrumentos musicales que tocaban y cantaban una música folclórica que no me era familiar. “Son trobadours o troveros”, murmuró Rousseau a mis oídos, “son músicos medievales”.  Los hombres se dispersaron por toda la sala animando a la gente que,  dejando sus platillos sobre las mesas, empezaron a bailar; algunos de a pares y otros individualmente. Una muchacha pastora agarró a Méloé Rousseau por la mano y lo llevó al fondo, a bailar entre todos. Las gotas de la grasa de carne que freía goteaban sobre las brasas  esparciendo un humo fragante que cundía y flotaba entre la gente despertando el apetito; los camareros traían sin parar vino en grandes jarras de barro, la gente llenaba de vino sus enormes y pesados vasos, tomaban  y seguían bailando. El hombre en “Toque Blanche” con un cuchillo-hacha talaba los trozos finos y largos de la carne apenas frita; los pedazos los colocaba sobre  hogaza de pan y los distribuía a todos los que se acercaban a su altar—calvario en llamas, extendiendo las manos y  pidiendo la siguiente porción.

 “¿De qué está tan feliz?”, pensaba yo cada vez que Rousseau sonriente aparecía delante de mis ojos comiendo algún sándwich que le servía el hombre en “Toque Blanche” o tomando vino o bailando con alguna muchacha pastora, “¿de verdad se siente feliz o es una enfermiza euforia provocada por la lujuria masiva?” Mi abuela me contaba sobre esas fiestas que se hacían en las ferias, con carne asada que se preparaba en todos los puestos, cerveza artesanal y bailes. 

 Pero ahora ver a coetáneos a jugar a ancestros bárbaros imitando sus costumbres agrestes, tomando vino y bailando alrededor de un cadáver de un animal que acaban de matar me parecía ver una mofa a ritos obliterados. Toda la cultura, que se basaba en el amor al prójimo y a los indefensos, toda la humanidad civilizada que se había criado durante tanto tiempo en la mente humana, ahora, en este momento, entre las paredes de ladrillo de una vieja fábrica abandonada, se estaba desmoronando en pedazos delante de mis ojos. "Bárbaros bailantes", susurré impresionada por el parpadeo de las sombras sobre la pared, por el  fuego ardiente, por el cadáver carbonizado de un animal del que casi solo quedaban huesos, de la gente ebria riendo, cantando abrazándose disfrazados de pastoras y aldeanos, “mañana, vistiendo sus trajes urbanos, se sentarán ustedes en las oficinas y por la noche en sus casas leerán libros a sus hijos sobre el bien y el mal. 

Mañana vestirán sus rostros con máscaras de civilización e, incluso,  una mente profunda brillará en sus ojos. Pero hoy, al igual a unas fieras, están devorando la carne y en su estado excitado, sea de glotonería carnívora o de demencia masiva,  ya no se ve ni la razón ni la bondad en sus rostros, sino sólo un rictus de maldad inhumana”. “Eh, abuela”, seguía pensar observando la multitud y tratando de no perder de vista a Méloé, “a partir de mañana no habrá más salchichas. No compraré nunca más nada a Gregorio. No pienso participar de esta locura, ni directa ni indirectamente”.

VII.

Una rareza que empecé a notar vagamente en los movimientos de los bailantes interrumpió mis pensamientos. Cesó el canto de los troveros aunque la música de sus instrumentos todavía sonaba desde algunos puntos más alejados. Algunas parejas dejaron de bailar mientras que las otras, más ensimismadas, todavía se movían por la inercia. En el medio de  “pastoras y aldeanos” distinguí unos hombres vestidos de uniforme de infantería que, con diestros movimientos trataban de dispersarse entre el gentío alegre. 

“¿Y ahora qué?, pensé con entusiasmo, “¿el show sigue con nuevos personajes?”. Pero "pastoras y aldeanos" comenzaron a comportarse de una manera extraña; algunos caían sobre el suelo con las manos detrás de sus cabezas, otros, en cuclillas, trataban de correr, terceros, sin embargo, igual a mí, simplemente se quedaban perdidos. El hombre en “Toque Blanche”  giraba a su alrededor blandiendo su cuchillo—hacha como si estuviese siendo atacado por demonios invisibles. De repente escuché un ruido seco y el hombre en “Toque Blanche” se desplomó sobre las leñas justo por debajo del cuerpo del cordero descarnado con un agujero negro en su frente. Hubo un momento de completo y absoluto silencio que de repente  estalló en un pánico, en un absurdo y caótico movimiento de gente llorosa. 

Un paramilitar, joven y fuerte, subió al altar  y al levantar su ametralladora saltó una ráfaga continua de fuego por el techo. Fue tan súbito, tan terrible, tan ensordecedor que retrocedí unos pasos.  Fragmentos de ladrillo y yeso llovieron sobre nuestras cabezas como una lluvia de piedras. Como si hubiese sido por una orden todos caímos al suelo tapando nuestras cabezas con las manos. El silencio volvió a apoderarse, pero era un silencio amenazante, un silencio que sonaba con la respiración pesada y entrecortada de los hombres y los sollozos ahogados de mujeres.

—Todos ustedes son un vestigio vergonzoso del pasado —gritó el joven paramilitar teniendo el dedo sobre el gatillo de su arma levantada—, una basura, una carroña de nuestra sociedad ¿Así que les gusta torturar, matar y devorar la carne? — notó que la gente lo escuchaba y miraba, sin atreverse a levantarse y esa atención lo entusiasmaba aún más. Agarró al hombre muerto en “Toque Blanche” por los pelos y  presionó su cara contra las ascuas del brasero humeante, pero aún ardiente. 

Escucheamos un chisporroteo y un olor de carne quemada se extendió por arriba de nuestras cabezas—. ¿Alguien quiere un sándwich de carne de su chef?—hizo una pausa disfrutando su superioridad—. Con una gran satisfacción observaría espicharse a cada uno de ustedes y sus proles, sin embargo, lamentablemente, los debo dejar en las manos de la justicia  —volvió a gritar—. Pero les advierto, si alguno se aviva de escaparse abriremos  fuego. Y caerá quien caerá, sin pericias ni juicio. Ahora deben ponerse de pie y van a salir afuera uno por uno. ¡Ahora! —ordenó.

Empezamos a levantarnos y armar una fila. Los soldados con  las caras escondidas tras de pasamontañas de camuflaje de color kaki  tenían sus ametralladoras apuntadas contra nosotros y listas para disparar. Por el miedo y nervios que estaban a punto de explotar un incesante temblor atravesó todo mi cuerpo.  Mis ojos buscaban frenéticamente a Méloé Rousseau, pero no lo veía por ningún lado. Alguien me empujó y tuve que avanzar. Las filas se estrecharon y la gente quedó prácticamente apretujada. Quizás fue una autodefensa intuitiva, mantenerse unidos lo más firmemente posible, pero para mí, encontrarme encerrada entre las caras desconocidas y nada empáticas, me produjo una especie de claustrofobia. 

Comencé a vadear entre las personas mirando sus rostros y buscando los ojos de Méloé, únicos ojos que en este momento eran familiares para mí. Pero no los encontraba. Mi corazón golpeaba locamente y el temblor aumentando su frecuencia amenazaba terminar con un ataque de pánico incontrolable. Sentí un aprieto de unas manos fuertes sobre mis hombros; traté de sacudirlas y huir, pero esas manos fueron asertivas y al apretarme más fuerte todavía me obligaron a darme vuelta. Entonces vi sus ojos, los ojos de Méloé, cálidos y algo burlones, ojos de única persona que conocía en este gentío. Me aferré a él cerrando mis brazos detrás de su espalda. No  quise y no  pude perderlo y nada en el mundo en ese momento hubiera podido  aflojar ese encadenado abrazo.

De repente se apagó la luz y la oscuridad por un momento confundió a todos, tanto a los militares como a los prisioneros. De nuevo se formó un silencio antinatural que ahora sonaba como el susurro de cuerpos en movimiento, respiración rápida, los clics de los gatillos y los  pocos, pero precisos órdenes del comandante tratando de reagrupar su equipo en nuevas condiciones. “Berenice —murmuró Méloé a mi oído—tenemos que aprovechar la situación y tratar de escaparnos ¡Berenice! ¡Quita las manos! ¡Debemos apresurarnos! ¡Bere…”. Un crujido seco de ametralladoras sonó fuertemente y el eco de gritos y gemidos le fue de respuesta. El silencio susurrante se ha convertido en un sonido de horror: cuerpos cayendo, aullidos, gritos, gemidos y maldiciones.  Me quedé tan estupefacta que lancé un violento grito. Ante mis ojos pasó una llama, una detonación me aturdió y vi a los hombres rodar por el suelo.  Méloé tuvo una sacudida y se movió extrañamente, como si de repente tuviera ataque de convulsiones; se le doblaron las piernas y, súbitamente, cayó de espaldas. Me  apreté aún más contra él, como si temiera que se escapara y nos caímos juntos. Algo caliente comenzó a filtrarse a través de mi jersey. Aflojé mi abrazo y esperando las órdenes de Méloé levanté la cabeza para mirarlo. Nuestras miradas se cruzaron y aún en esa absoluta oscuridad pude ver su mirada, aunque una mirada inusitada: sin pestañear y sin emociones. Sus ojos eran un abismo; negro e infinito. “Doctor”, lo llamé, “¡doctor Méloé!”. Alguien se movió al lado empujando la cabeza de Rousseau que se inclinó transfiriendo esta mirada negra, vacía y sin pestañar de mí a la pared.

Traté de ponerme sobre las rodillas y accidentalmente me apoyé sobre el pecho del doctor. Mi mano se hundió en un líquido tibio y pegajoso. “Es el vino”, murmuré y dudé en la certeza de mi presunción. “Es el vino”, repetí con confirmación sin permitirme pensar lo contrario.

Comencé a vadear en ciego hacia el lado de  la puerta por la que venimos, a menudo chocándome con las mesas volcadas y las sillas tumbadas, constantemente pisando los fragmentos de vidrio roto que crujía con repugnancia y dolorosamente se clavaba en las palmas de mis manos y las rodillas. Pero lo más aversivo era apoyarme sobre los cuerpos que yacían inmóviles y silenciosos, pero todavía cálidos y húmedos. Poco a poco mis ojos empezaron a acostumbrarse a la oscuridad y entonces empecé a franquear entre los cuerpos y muebles, aunque de vez en cuando fue obligación aplastarse contra el suelo cubriéndome con alguno u otro cuerpo cada vez que volvía a sonar el crujido seco de las ametralladoras. 

“Es el vino y  simplemente duermen borrachos”, me persuadía presionando contra uno de los cuerpos y apretando con fuerza mis labios porque un líquido viscoso goteaba sobre mi cara, “es el vino y simplemente duermen borrachos”. En las ventanas estrechas pero oblongas en la parte superior de la pared, justo debajo del techo, aparecieron focos de los helicópteros moviéndose caóticamente a diestro y siniestro   iluminando el espació. Escuché como el comandante dio orden de revisar los cuerpos. A los que quedaban vivos los soldados deberían agrupar y a los mal heridos “liberar del sufrimiento, aunque esos hijos de su madre no merecían  tal indulgencia”. Mis dientes empezaron a castañear y empecé a moverme con más prisa. Cuando las luces se alejaban me levantaba un poco asomándome por arriba de los cuerpos para determinar la proximidad de la puerta y la lejanía de los soldados. 

En una de estas investigaciones a ciegas descubrí que la puerta no estaba, o más bien sí, pero estaba escondida detrás de una cortina con una ilustración alegre, y los soldados, por el contrario, estaban tan cerca, que si no hubiese sido por su atención ocupada mirando el cuerpo de una de las pastoras, sin dudas, estuviéramos cruzándonos nariz con nariz. Me caí de bruces o, mejor dicho, me desplomé, con mi corazón que por el miedo y el golpe se había atajado.

—Qué pena esa chica —decía uno al otro—. ¡Tan hermosa! Para qué se metan en estos líos, ¿me podés decir?

—Anda saber. Para mí, son todos un poco tocados —comentó otro y por la cercanía de su voz entendí que estaban  viniendo hacía mí. El miedo me paralizó y lo único que temía que mis nervios me traicionaran y explotaran con alguna acción inexplicable que me podría  llevar a la “indulgencia de ser liberada del sufrimiento”.

Todo lo siguiente pareció suceder en una dimensión temporal diferente. Los soldados se me acercaron y uno me empujó con la punta de su bota.

—Esta parece estar viva —comentó uno. El otro se bajó en cuclillas al lado mío.

—Se parece a mi hermana. No debe tener más de veinte años —respondió tocándome la cara.

—No te pongas sentimental. Si está viva hay que eliminarla.

—¡Qué va a estar viva! Está muerta más de cien veces ya. Está empapada de sangre y hasta, me parece, tiene el intestino por afuera.

—Asegúrate mejor si no querés tener problemas —aconsejó primero yéndose hacía la izquierda.

—Más vale. Lo menos que me faltaba es tener problemas por culpa de estas bestias—respondió su compañero levantándose  y descargando una cadena de disparos  sobre el cuerpo que estaba al lado mío. La sangre me salpicó el rostro y mis oídos se pusieron sordos. Mis ojos se abrieron solos y vi sus botas, luego sus piernas, el torso y, en fin, nuestras miradas se cruzaron. Me encogí convirtiéndome en una bola solida de horror. El muchacho me miraba con una tristeza desesperante, pero de pronto se dio vuelta y se marchó.

Furibunda y con una vesania creciente volví  arrastrarme a hurtadillas a lo largo de la pared palpándola frenéticamente con mis manos en búsqueda de la maldita puerta. Por fin la encontré, pero estaba cerrada y muy pesada y pese a mis esfuerzos, pese a mi cólera no pude avanzar en abrirla. Me caí a su lado y lloré silenciosamente de impotencia. Luego la comprensión de la desesperanza nuevamente me devolvió la rabia y la vesania volvió a apoderarse de mí. 

Empecé tirar del borde metálico de la puerta murmurando fuera de sí entre sollozos: “Puertita, puertecita, ábrete, buenita, linda mía, ábrete por favor”. Mis ensangrentados dedos se deslizaban, pero yo volvía una y otra vez a aferrarme a la puerta tratando de abrirla y hablando con ella, como si fuese un ídolo, único y todopoderoso, potencial de salvarme; le pedí, la persuadí y le rogué tenerme piedad y ella me escuchó, compadeció y sucumbió entreabriéndose y mostrándome una rendija de una luz tenue.

VIII.

El largo zaguán, con sus lámparas parpadeantes y  arena que  cubre las viejas baldosas y que constantemente penetra  en mi boca y  la nariz, ahora para mí  es un corredor de salvación. Seguí gateando y escupiendo la arena. Si tan solo ayer alguien me hubiese dicho que masticar arena meada por  ratas y gatos  sería para mí  la cúspide de felicidad, me hubiese tomado a esa persona por un demente incurable. Sin embargo, hoy es mi realidad y deseo que ese zaguán no terminase nunca, porque en él, sucia y arrastrada, aprendí el sabor de la vida. No obstante,  la puerta de salida se acercaba y junto con ella se acercaba la desesperación y el temor por tomar la decisión.

 ¿Qué me esperaba tras esa puerta? Seguramente el grupo comando rodeó todo el edificio. Pero tampoco había sentido quedarse, porque cuando todas las personas sean sacadas de la sala,  los militares empezarían a revisar la fábrica en todos sus rincones. La puerta estaba frente a mí  y solo tuve que empujarla. Me senté apoyando mi espalda contra la pared y estiré las piernas. Un dolor agudo atravesaba mi cuerpo. Me dolía todo: las rodillas, manos y piernas sangradas de los numerosos cortes; la espalda, de andar arrastrándome y la cabeza, de tanto miedo, susto y olor de la sangre.

 Comencé a quitar lenta y cuidadosamente las esquirlas de vidrio de la palma de mi mano, chupando luego el espacio liberado para detener el sangrado. Me hacía tiempo. Quizás  estos fueron los últimos minutos de mi vida, el último tris de mi existencia. Disfrutaba  el dolor porque significaba la vida. Intentaba razonar, sentía que tenía la muy firme voluntad de no tener miedo. “Moriremos y nadie se acordará de nosotros” —recordé las palabras de una canción—, “la luz se apagará en nuestros ojos y con el último aliento el cielo oscurecerá. La lluvia caerá sobre las lápidas donde seguramente estará escrito: han vivido, han devorado y han espichado”. Un sonido seco y lejano de una ametralladora me devolvió la conciencia. 

Debía apurarme en tomar la decisión y era para mí tan imposible como caer en el abismo con tiradores; pero solo debía hacer un paso. “Un minuto más, solo un minuto”, me suplicaba a mí misma, pero mi instinto, mis ganas de vivir, el rechazo de haber obliterada de mi existencia ya hacían su trabajo: mi cuerpo arrastrándose se acercaba a la puerta y mis hombros se esforzaron poniéndose contra ella. Mi yo valiente se reía de mi yo cobarde, uno quería avanzar, otro se resistía y cada cual ganaba a ratos. “Un minuto más”, seguían murmurando mis labios, pero la puerta ya se abrió y como una serpiente, me arrastré hasta el porche y me apreté contra el cemento frío, escuchando los sonidos a mi alrededor. 

“Un minuto más”, se hizo eco en mi cerebro y con agilidad de un liebre me deslicé por los escalones y me zambullí en un matorral de arbustos cuyas espinas y ramas secas dolorosamente se clavaron en mi piel herida. Escuché los ladridos de los perros y la orden del comandante de revisar el edificio. Un miedo espeluznante acalambró mi cuerpo y macilenta, desmoronada  y vencida me desplomé sobre la tierra con el único deseo de que ojala todo terminara para mí lo más rápido posible. 

Dos fuertes bofetadas me volvieron a la conciencia. Abrí los ojos y vi una cara sería,  pero infinitamente familiar. Era Gregorio. Me sacudía y abofeteaba y yo lo observaba, examinando su rostro, cada arruga alrededor de sus ojos asustados, alrededor de sus labios susurrándome algo; lo observaba tal como si hubiera querido llevar el recuerdo de sus ojos y labios susurrantes allá, a lo desconocido. Las lágrimas calientes se deslizaban por mis mejillas juntándose en las orejas y  yo le sonreía porque sentía que lo amaba, a él, a Gregorio; lo amaba porque nunca jamás he amado a nadie y porque quizás nunca tendré  otra  oportunidad de amar. Tal vez él vio ese amor en mis ojos o tal vez vio algo más, pero dejó de murmurar y quedó un instante mirándome en silencio, luego se inclinó y me besó los ojos. Los ladridos de los perros lo obligaron a levantarse repentinamente; me agarró por debajo de mis brazos y empezó a arrastrarme.

—Gregorio. Puedo ir sola. Solo dame unos minutos. Ya me levanto.

—No hay tiempo, Berenice, ni para un minuto más. Ahora van a saltar a los perros y ya no vamos a poder salvarnos.

—Andáte solo —gemí—es largo el camino. No voy a poder llegar. Andáte solo.

—Levántate. Es aquí no más.

—No es aquí no más. Lo recuerdo. Debemos ir a lo largo de toda la pared y después doblar a la derecha.

—No, Berenice, conozco otra huida. Y es aquí cerca. Solo unos pasos no más. La camioneta ya está esperando allí.

Clavé los talones en el suelo y rodé a cuatro patas. Las palabras de Gregorio eran como un bálsamo mágico. Gregorio se dirigió directamente hacía el muro, esa enorme valla que, según mis cálculos,  debería haber estado a nuestra derecha. Lo seguí y pronto lo vi mover una pieza de madera liberando un estrecho espacio, una escapatoria hacia la salvación.

IX.

Suavemente y sin encender las luces, la camioneta comenzó a moverse. Gregorio me ordenó que me tumbara en el asiento trasero y no diera señales de vida. Me recosté cubierta con una especie de trapos de lona que olían a gasolina y sintiendo como el auto iba aumentando la  velocidad, apretaba por inercia mis pies contra los bordes del asiento, como si la velocidad dependiera de mí, y con ello  nuestra salvación. Escapar, huir y volar lo más lejos posible de esta pesadilla, eso era mi único deseo. Olvidar u olvidarse.

—Gregorio, ¿será posible olvidar todo eso? —murmuré.

—El tiempo cura todo.

—He visto la muerte. He visto la gente convertirse en animales.

—Somos los mismos animales —Gregorio se escogió de hombros y permaneció un tiempo callado—. Aunque tenemos la habilidad de la humanidad.

—¿Humanidad? Esa noche no hubo humanidad ni tampoco civilización. Los animales no matan a los de su propia especie.

—Claro que sí, Berenice. Los animales no solo  matan por hambre, sino por el liderazgo también.

—¿Y por una ideología?

—No, por la ideología no. Todavía les falta aprender eso de nosotros.

—No entiendo. ¿Por qué? ¿Por qué todo eso?

—Las manos de la humanidad están hasta los codos en sangre. ¿Cuya sangre no está ahí? Hay de todos. ¿Y todo por qué? Por el hambre. Tenemos hambre de toda clase: de comida, de poder, de gloria, de perversiones. ¿Cuándo por fin nos saciaremos?

—El doctor Méloé —recordé su cuerpo convulsionando y sus ojos congelados —si no fuera por él,  no estaría ahora aquí.  —se me quebró la voz.

—No hables, niña. Ya pasó.

—Y si no fuese por mí, él ahora  estaría vivo.  —no me podía controlar ahogándome en mis sollozos.

—Tal es el destino.

—El hombre en “Toque Blanche”, las pastoras y los aldeanos… —no pude seguir tragando las lágrimas.

—Tienes que olvidar a todos, Berenice. Así será mejor para ti.

—El comandante, yo —volví a hablar, pero me perdí el hilo—. Yo…—traté de  retomar la conversación, pero mis parpados se pusieron pesados y mi lengua se endureció—. Yo…—pronuncié por última vez y  desaparecí en un profundo sueño. Gregorio conducía en completo silencio. A veces apartaba la mano del volante y sacudía algo de su mejilla. Probablemente lágrimas.

                                                                                                                         














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