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EL LIBRO SOY YO

una Novela de
Turavinina Yuliya





1.

Escucho como el Fiat de mi padrastro se estaciona en el improvisado garaje frente a la ventana de la cocina. Mi vieja se baja del asiento del acompañante y empieza a sacar del baúl bolsas llenas de carne y verduras compradas en el mercado central. Mi padrastro sigue en el auto, acomodando no sé qué. Siempre hace lo mismo: finge estar ocupado haciendo tiempo hasta que mi vieja termina con el trabajo más pesado. Dejo mi mate y salgo para darle una mano. Parece estar enojada; seguramente  se pelearon en el camino. Últimamente se pelean mucho.

—Cambiá esa cara de culo —me dice ella con un tono enervado—. ¿Hace cuánto te levantaste?

—Hace rato —le respondo con el mismo tono agarrando una bolsa para llevarla a la cocina. La dejo sobre el piso, agarro mi mate y vuelvo a mi cuarto. No le pienso ayudar más.

Todo me fastidia en esta casa: mi vieja, el boludo de mi padrastro, mi abuela que siempre mete su nariz en mis cosas y este pendejo de mierda que es mi hermano. ¡Qué bien que vivíamos antes! ¡Cómo extraño ese tiempo! Mamá me tuvo muy joven y nunca supe quién era mi padre. Tampoco me interesaba. Con la presencia de ella me bastaba. Parecíamos dos hermanas, éramos compinches. Andábamos en bici o en rollers, íbamos al cine y a tomar un helado, dormíamos en el mismo cuarto y en la misma cama. Me llevaba para  todos lados porque mi abuela nunca quería quedarse conmigo. Aprendí a dormir en lugares ajenos y a veces muy extraños, también aprendí a amar el dulce sabor de marihuana. La vi reír locamente de alegría, y llorar desconsoladamente estando absolutamente borracha. Pero siempre era mía, solo mía. Hasta que apareció este. Ocupó mi lugar en la cama y  a mí me hicieron mudarme al cuarto de la abuela. El cine cambió por películas alquiladas, las butacas por el sofá y el “popcorn” por papas fritas con cerveza, claramente  no para mí. Y yo tenía que ocuparme de  “mis cosas”. Pero en aquellas épocas  no tenía “mis cosas” y las tenía que empezar a buscar.

—Camila —escucho el grito de mi vieja—. ¿Adónde te metiste? Vení a ayudarme.

—Que te ayude el pelado —respondo saliendo del cuarto con mi mochila sobre el hombro—. Me voy a lo de Sara. Tenemos que hacer un trabajo práctico —aclaro aunque sin la necesidad alguna, agarro una manzana y de paso le doy una palmada por la nuca al mequetrefe de mi hermano. Este llora—. ¡No seas maricón! —lo fastidio con mi carcajada y recibo a su vez una patada con toda la fuerza que puede aplicar una bestia de siete años.

—Basta, chicos. ¡Camila!, ya sos  grande  para estas boludeces —interviene mi vieja.


2.

La casa de Sara está a cinco cuadras de la mía. Camino  despacio aprovechando fumar un cigarrillo del atado robado de mi padrastro, los horribles Parrisiennesprácticamente infumables. Pero cuando una no tiene su propia plata ni edad para que el kiosquero te venda un atado de Virginia, no queda otra que fumar cualquier porquería. Al menos  es mejor que fumar puchos armados de hierbas envueltas en papel diario.

Con Sara nos hicimos amigas desde el primer día que empezaron las clases. Yo repetí de año y en vez de estar con mis compañeritas en  quinto me quedé con las pendejas de cuarto. Sara era la única que parecía de mi onda: ambas aparentamos cerca de veinte años, ambas fumamos y nuestros viejos nos dejan ir al boliche los fines de semana. Lo único que me diferencia de Sara y que a veces me molesta más que mucho, es que a ella le gusta leer. No es que me molesta que le guste leer, sino que siempre manipula con lo leído dando ejemplos o referencias. “No seas boluda, lee y estudia bien”, me dijo una vez, “los imbéciles están pasados de moda”. “No soy una imbécil”, me defendí agresivamente, “pero me aburre. Siempre lo mismo. La monotonía de las clases”. “Pronto tendrás recompensa”, se rio y guiñó el ojo, “escuché un rumor de que vamos a tener un nuevo profe de lengua, ¿cómo será?”. “¿Posta? —me alegré, pero enseguida volví a gruñir—. Seguramente un viejo pajero”.

Sara es inteligente y yo la más linda, más lista y más atrevida.

La puerta me la abre Sara.  Vestida de short y un top, con pelos recogidos en un nudo rebelde, se ve radiante. Desde el fondo del jardín se escuchan voces y risas. Es mediano de noviembre, pero la temperatura ya llega a más de veinticinco grados  y el verano promete ser caluroso. Pasamos por el comedor y la cocina y salimos al patio. Al lado de la pileta veo un grupo de dos chicas y tres muchachos; uno es el hermano mayor de Sara. Huele a porro. Sara me presenta y me ofrece acomodarme en una de las reposeras.

—Aquí tenes al profesor Jirafales —bromea  indicando a uno de los muchachos que parece ser el mayor de todos. Es petiso, pero tiene cuerpo de deportista con los músculos bien marcados. Más que lindo es bastante feo y a la vez es inexplicablemente atractivo. Algo especial noto en la expresión de su cara, o exclusivamente en la expresión de sus ojos—. Te presento a nuestro nuevo profesor de lengua, Sergio Medina. Ruego amarlo y respetarlo.

—Amar no hace falta —protesta una chica levantándose de su reposera y midiéndome con su mirada de pies a cabeza—. ¿Esta torre Eiffel todavía sigue en la secundaria? Realmente hay que hacer algo con nuestro sistema de educación. Es necesaria ya una reforma.

Se pusieron hablar absortos sobre política local, reformas educativas y laborales, partidos políticos y otros temas que a mí no me interesan. Yo me acuesto sobre la reposera, estirando mis largas piernas con las rodillas puntiagudas, bajo los breteles de mi top para que no quedaran las marcas al tomar sol y cierro los ojos. Quiero fumar, pero me da vergüenza sacar los Parrisiennes. Casi me estoy dormitando y  en esa somnolencia siento que alguien me toca el hombro. Es la misma chica que me había comparado con la torre.

—Estoy diciendo que el “mundo pendex” no lee más. La televisión les reemplazó los libros, y la biblioteca para ustedes es Netflix. ¿O me equivoco? —dice al notar que abrí los ojos.

Observo a todos sin responder. La mayoría de los ojos sonrían,  los del profe me miran con ironía e intriga y la chica, que se llama Paola, me sigue interrogando con una burla descarada.

—Dinos, ¿cuál es tu libro preferido? O por lo menos el último que leíste.

—Déjala en paz, no estamos en la escuela —sale en mí apoyó el profe.

—Pero, ¡No es tan difícil responder qué libro leyó por última vez! Yo puedo nombrar al menos diez —no se calma Paola.

—El libro soy yo —respondo aguijoneada y luego de una corta pausa agrego—ni un solo lector se ha quejado todavía de su contenido.

Una ola de las carcajadas mal disimuladas se extendió por el patio. Los ojos del profe sonríen  y hay en ellos aprobación, pero también hay en esa mirada algo que me hace ruborizar y, avergonzada, me echo a correr. Sara, alcanzándome en el pasillo, pide que no me comporte como una estúpida y que vuelva. Contenta me confiesa que fui cien por ciento original, que esa chica, Paola, es la novia de profe y que es perdidamente celosa. Pero yo no quiero volver y  quedarme con gente que no me agrada y, aparte, quiero fumar.

El calor mezclado con la humedad  suena en el aire como una banda de mosquitos. Mi piel está pegajosa y las gotas de sudor fluyan por mi espalda. Deseo una ducha fresca, pero no tengo ganas de volver a mi casa. Refresco mis axilas con el desodorante y me dirijo a la plaza segura de que ahí voy a encontrar al Pelado. Nunca supimos la verdadera edad del Pelado aunque sospechábamos que debía de tener más de treinta.  Es un puto muy afeminado: flaco y bajito, siempre alegre y siempre haciendo negocios ocultos, aunque a la vista es un simple paseador de perros. No me equivoqué. El pelado está sentado en un banco adentro de un canil rodeado con sus innumerables caniches.

—Holis. ¿Qué decís? —lo saludo vadeando entre los bultitos peludos  para sentarme en el banco al lado y le ofrezco un cigarrillo.

—Ay no, Parrisiennes. ¿Desde cuándo fumas cigarrillos negros, nena?

—A caballo regalado… —respondo tratando de guardar el cigarrillo en la caja. Sin embargo, Pelado alcanza a agarrarlo y esconderlo detrás de su oreja, “uno nunca sabe”, explica ofreciéndome a su vez la botella con agua.

—Pelado, ¿por qué solo tenés perros pequeños? Nunca un bóxer o un pitbull.

—¿Me ves rodeado con esas bestias?

—La verdad que no —tomo un sorbo de la botella y le sonrío—, sos igual que ellos. El perro chiquito siempre aparenta ser un cachorro. Vos también. Debes ser re viejo, pero aparentas un pendejo.

—¿Te vino o tuviste una mala mañana? —me responde con la voz de nena simulando el enojo, pero enseguida cambia el tema—. Mira quién viene — señala la otra punta de la plaza.

Al canil se acercaba Kiki o Kaka, como mayormente la llamamos burlándonos. Kiki fue mi compañera en la primaria, pero desde que la terminó nunca encontró ni tiempo ni ganas para seguir la segundaría. Su cuerpo aumentaba de tamaño en proporción a la disminución de su intelecto. Pero en general era muy buena chica, un poco sumisa y lujuriosa, pero nada codiciosa ni comprensiva. Trabajó como ayudante en una peluquería, después como ayudante de cocina en una panadería y ahora trata de ganarse la vida con artesanía. Kiki venía acompañada de una chica de unos doce o trece años y la presentó como su prima.

—Che, Pelado, ¿la puedo dejar con vos un rato? Unas dos horitas no más —suplica Kiki.

—Son cien pesos por hora —contesta el Pelado mirando a la pendeja de reojo.

—Te hago un pete, si querés —carcajea Kiki descargando las explicaciones—le prometí pasear por el shopping, pero justo me llamó Enrique, el poli.  Y esta se pegó como una pulga.

—¿Y vos no sabes decir no? —pregunta el Pelado con un exagerado desprecio—. Digo, al poli.

—Cállate mejor —responde Kiki dándole una palmada en el hombro—. Quisiera verte a vos decir no.

—¿Y vos,  Cami? ¿En qué andas? —me molesta la indiferencia de su tono y que me hable sin siquiera mirarme, entretenida con el chat con el poli.  Tengo ganas de contestar algo feo.

—Mejor dicho, ¿con quién? —interviene con su aclaración el Pelado—. Yo te vi con un árabe.

—Era un armenio. Ni me lo nombren —me sale una mentira improvisada. Hago un gesto teatral tapando los ojos con las manos—.  Una cogida rápida que me costó una semana de inyecciones —simulo la entonada de una amiga de mi vieja que de una relación corta y violenta heredó una gonorrea. No sé de qué se trataba esa enfermedad, simplemente hago el papel. 

¡Qué cosa, mariposa!  dice el Pelado. Ahora sí, Pelado y Kiki me miran boquiabiertas pero  solo la petisa Pulga reacciona así como yo esperaba, mirándome con admiración, como los inexpertos miran a los experimentados—. Me la llevo yo al shopping —les propongo porque la muchacha ha ganado mi patrocinio.

3.

El shopping está vacío y los aburridos vendedores ni siquiera se molestan a atendernos. O capaz es evidente que nosotras no somos potenciales clientas y, por eso, no merecemos la atención. Saciadas rápidamente con una carrera sin sentido por los locales de marca nos sentamos en un banco para descansar. Pulga tenía algo de plata y me invitó comer un helado. Sigue mirándome con admiración y el hecho de poder darme un gusto la hace feliz.  

—¿Por cuánto tiempo viniste a casa de Kiki? —la pregunto lamiendo el supercono de crema americana.

—Por todo el verano. Mis viejos están separando. Se pelean todo el tiempo y mi tía propuso que mientras tanto viva con ella.

—Que generosa —respondo sin interés sacando del bolcillo unas medias color rosa y jugueteo con ellas delante de la nariz de Pulga—. ¿Te gustan?

—¿De dónde las sacaste?

—Es un ritual. Una manía. Una vez —hice un gesto con las manos que decía que la historia viene de las épocas vigas, del tiempo otrora— nos venimos con mi vieja aquí de compras. Mamá se estaba probando ropa y yo, para no aburrirme, imaginaba que era una vendedora; toqueteaba las prendas como si las ofreciera a clientes imaginarios. Mama pagó y nos fuimos. Ya en casa, cuando ella acomodaba mi ropa en el placar encontró en mi bolsillo unas medias. No me di cuenta como las puse en el bolcillo jugando y nadie se dio cuenta. Desde ese día, cuando estoy en shopping, no puedo resistirme a no llevarme un par. ¿Te gustan? Tomá, te las regalo.

—Gracias —responde Pulga, guardando las medias y mirándome sin pestañear. Nunca, nadie hasta entonces me ha mirado así.  Con mi sexto sentido comprendo haber ganado el corazón de esta pequeña, que, con una devoción de cachorro, ahora va a andar tras mío por todos lados. Por lo menos durante este verano.

4.

Una mosca patosa con barriga amarilla intenta subir por el vidrio, moviendo con lentitud  sus desproporcionalmente  finitas patas que, negando a  sostener el corpulento cuerpo, se doblan haciéndole desplazar hacía el punto inicial. Indignada y enojada, la mosca zumba rompiendo el silencio del aula y vuelve a emprender el camino.

—Camila, la tarea es escribir una reseña y no observar por la ventana —dice el profesor.

—Es que Cortázar no me inspira y esa mosca con sus zumbidos me distrae —respondo sinceramente.

—¿Y nosotros? ¿Quizás querés que nos vayamos a otra aula y, por las dudas,  nos llevemos la mosca? —el coro de risas rodó por el aula—; si no te inspira Cortázar podes escribir sobre el autor que te guste o hasta sobre la misma mosca.

—Ninguno me inspira —respondo mordiendo la punta de mi lapicera porque  ser el centro de atención me pone nerviosa—. ¿Y la mosca? ¿Qué se puede escribir sobre la mosca? Pobre víctima.

—Qué interesante. ¿Por qué decís que es una víctima?

—Porque en vez de resguardarse silenciosamente en un lugar seguro hace un ruido molesto que la acerca a su destino fatal. ¿Tanto esmero, para morir más rápido que las otras? Típica actitud de una potencial víctima. Hasta  la veo untada sobre el rostro de alguna Kardashian en la portada de “Caras” envuelta en un tubo o, morir sufriendo, mientras que un gandul aburrido le corta lentamente las alas y las patas por la diversión.

—¿Y vos? ¿Cómo te consideras vos? ¿Tus acciones son de una víctima o de un victimario?

—Yo soy un ser humano. Por lo menos se pensar y se ser cuidadosa.

—La capacidad de pensar despierta la curiosidad. Y los curiosos siempre son víctimas de algo o alguien, sin embargo, sin los curiosos la humanidad  no hubiese avanzado jamás. ¿No lo crees?

—Tal vez. Pero los seres humanos tienden más dividirse en pastores y ovejas. ¿Y yo? Si no seré un pastor,  me convertiré en una oveja negra.

—Si todo lo que dijiste recién lo desarrollas sobre la hoja y luego controlas tildes y puntuación tendrás aprobado el semestre. ¿Trato hecho? —propone el profe—. Y hacedme caso, lee “la escuela nocturna” de Cortázar, te va a gustar.

—Trato hecho —respondo vagamente acercándome la hoja y pegando el chicle insípido por debajo de la tapa del escritorio.

La mosca contumaz está en su mayor parte lograda, pero el vórtice del aire corriente la desequilibra y, la infortunada, se cae sobre el alfeizar con las patas   moviéndose caóticamente.

5.

En mi casa hay tres libros: dos de autoayuda y uno de horóscopo.  Traté de buscar el cuento en internet. Me costó una hora de idas y vueltas para abrir un archivo y al final salió un error con la propuesta de una lectura asegurada que costaba trecientos pesos. “Perdón, Cortázar, pero hoy no es tu día”, pienso mandando todo al carajo y me meto a Instagram gratuitamente.  Ya era de costumbre pasar por la cuenta del profe. Tiene la cuenta pública. No entiendo a esa gente que tienen las cuentas cerradas, ¿para qué tenerla? Es como sí yo me comprara un vestido y nunca me lo pusiese o solo me lo ponga en mi casa cuando nadie me ve. Mi vieja tiene uno así, repleto de manchas porque cuando cocina nunca usa delantal. “No te seques las manos con la remera que estoy harta de sacar las manchas”, me dice pasando sus manos mojadas por la superficie de su vestido.

No sé qué tengo con el profe, pero me encanta espiarlo y me molesta que no publique casi nada. En las fotos que tiene con  la lechuza de su novia me detengo llenándome de cólera. Tengo celos. Ahora salgo con Rubén. No me gusta y me da vergüenza verme con él en la calle. Su boca tiene demasiada saliva y me empapa cuando me besa; esquivo siempre. Pero estoy con él porque es el único quien me hace cunnilingus —la palabra que aprendí para jactarme con mis amigas aunque no siempre me sale pronunciarla rápido y correcto—; después me entrego rápido y él, por suerte,  no es muy pretensioso. Cuando imagino lo que hacemos con Rubén haciéndolo con el profe me avergüenzo y hasta siento náuseas. Con el profe me gustaría sentarme en un banco hombro a hombro y permanecer así una eterinidad. Y que me cuente sobre toda la literatura del mundo mientras yo disfruto su voz y el aroma de su perfume mezclado con el suave sabor de marihuana.

6.

Mamá está acurrucada en el sofá. Llora. La luz está apagada y solo el tenue centelleo del televisor ilumina la habitación. Me acerco y me siento al lado. Me trae hacía ella y me abraza  y yo vuelo, atravesando los años, y me siento como si otra vez tuviera solo ocho años.

—¿Qué vas a hacer? —la pregunto en un susurro—. ¿Capaz se arrepiente y vuelve?

—No importa —responde acariciándome los pelos—. Somos mujeres fuertes, ¿o no?

—Sí.

—¿Sabes? —eleva la voz con una alegría histriónica—, tengo una idea. Tengo unos ahorros y pensé, ¿y si nos vamos a festejar las fiestas a  la costa?

—Es muy caro, ma.

—Te dije que tengo ahorros. Y como es fuera de temporada nos va a salir más barato. Necesito cambiar el ambiente —lo último lo pronuncia con tristeza y siento como sus dedos aprietan mi hombro. Llora.


7.

Los veinticuatro alumnos están solemnemente alineados en un escenario. Todos con remeras blancas con el escudo del colegio. Las  cortas polleras de las chicas revolotean alrededor de sus caderas con los  pliegues suaves mostrando descaradamente las bragas cuando ellas, inquietas y excitadas por el festejo, corren por el escenario. Los padres se acomodan en las sillas. La directora pide silencio y el acto empieza. Con responsabilidad y ceremoniosidad la directriz cuenta los logros de la escuela y el gran trabajo en equipo. Pobre, le toca tres días seguido hacer esa cara responsable y ceremoniosa para hablar sobre algo que nadie escucha. Realmente le toca hacerlo toda la vida hasta que se jubile.  Luego salió la profe de matemática. Con las manos temblorosas sostiene un papel que lee —¿le costó memorizar?—,  y su voz se disminuya de tal forma que ya ni el micrófono ayuda a  que la escucháramos.  Al final nadie entiende nada y los aplausos empiezan a sonar antes de que ella termine su lectura. Confusa y sonrojada ella sonríe y abandona el escenario. Los abanderados traen la bandera y cantamos el himno. Busco con los ojos al profe y lo veo en el grupo de  los maestros. Parece cantar de verdad y no solo abrir la boca. Siente mi mirada, vuelve  y nuestras miradas se cruzan. Me sonríe. No sé por qué, tal vez por el impulso, pero ahora también canto con voz alta, solemne y con alegría. Me siento feliz y de eso quiero llorar. Y también porqué terminó el año, aprobé todas las materias y en dos días nos vamos a la costa, con mamá y sin padrastro.

8.

La playa está vacía, el agua fría, el viento indomable pero nosotros felices. Mamá alquiló a una clienta suya un departamento de un ambiente. Es alejado de la playa y  con una sola cama matrimonial donde dormimos los tres. Los días pasan con un ritmo ceremonial playero lleno de tranquilidad y harmonía. Por la mañana mamá instala la sombrilla y se acomoda en la reposera con una revista en la mano, yo me tiro encima de la arena y mi hermano va a la orilla a construir los castillos. Al mediodía nos sentamos alrededor de una heladera portátil y sacamos de ahí nuestro almuerzo: sándwiches, un par de frutas, el agua para nosotros y la cerveza para mamá  que  toma a escondidas. Dos horas más tarde en el bar costero compramos agua caliente para el mate y algunos horneados a vendedor de churros, aunque yo, con mi metabolismo adolescente, en vez de un flaco y crocante palito aceitoso me clavo una bola de fraile rellena de dulce de leche. “Pronto tu piercing no se verá colgado, sino repanchingado sobre un bulto de la grasa en lugar de la panza”, bromea mamá viendo cómo devoro la calentita y aireada factura recién horneada. “La envidia no te queda bien, ma”, le respondo chupándome los dedos, sonrío  y corro al mar a jugar entre las olas y quemar las calorías.

En el primer día se me quemó la nariz y mi hermano se cortó  con un astillo de un caracol, pero la felicidad fue tan inmensa que ninguno de los dos la quiso arruinar con sus sollozos. Es la primera vez que mi hermano no me fastidia.  En el cuatro día nos despertamos con el cielo nublado, pero decidimos ir a la playa igual. El viento desmesurado nos castiga con las dolorosas palmadas de arena por las mejillas y las nalgas. La sombrilla que mamá trata de hundir en la arena se dobla, da giros y, por fin, enojada con mi vieja se libera de sus manos y se deja llevar por el viento. Nosotros con mi hermano corremos para atraparla, pero la sombrilla, haciendo una maldita cofradía con el viento, se burla de nosotros alejándose más junto con nuestra esperanza de recuperarla. Un hombre, que salió del agua y fue el testigo de nuestro fiasco en la persecución  de  sombrilla,  entusiasmado por la compasión corre  a toda la velocidad y la atrapa. Por fin puedo dejar de correr y me doblo tosiendo y  respirando con dificultad por falta de aire.

—No sé cómo aprobaste educación física, Camila— una voz algo agotada pero indudablemente conocida suena por arriba de mi cabeza. Me incorporo y veo acercarse al profe, sonriente, con el cuerpo mojado y la sombrilla sobre el hombro. ¿Con quién están aquí?

—Hola, señor Sergio —le respondo  confusa de ese inesperado encuentro—. Allá estamos, con mi mamá.

El profe observa la trayectoria de mi dedo índice hasta mi mamá que nos mira con la mano por arriba de sus ojos y va hacia ella. Yo y mi hermano lo seguíamos. Se saludan y mamá  le pide disculpas por la molestia, él a su vez se  ofrece a ayudar  a instalar la sombrilla. De repente empieza a llover con las escasas gotas.

—Me parece no tiene sentido —dice mamá observando el cielo—. No era buena idea venir hoy a la playa. Mejor si nos retiramos.

—Son estas lluvias que arrancan fuerte, pero terminan rápido —responde Sergio Medina—. Se puede ir y volver. ¿Viven cerca?

—No tanto. Unas veinte cuadras. Así que si nos vamos ya no regresaremos para hoy.

El cielo se puso negro y la lluvia se desparramó. El profe cuelga a mi hermano sobre su hombro sosteniéndolo con la mano derecha, con la izquierda agarra la sombrilla y corremos. Ya en la puerta de su casa se da cuenta que está descalzo y sus ojotas junto con la remera habían quedado en la playa. Nos ofrece las toallas y mate. Envueltos en frazadas y sentados alrededor de una mesa ratona pasamos mate uno al otro y jugamos al chinchón. Mamá y profe hablan de Led Zeppelin, King Crimson y de La Cofradía, las bandas que recuerdo sonar  en nuestra casa antes de la aparición del padrastro. Me aburro rápido. Encima juegan mal, agarran las cartas por agarrar y tiran cualquiera. Digo que no quiero jugar más y salgo al patio. El cielo ya está parcialmente claro, pero la lluvia todavía no cesó. Me pongo con la espalda contra el marco de la puerta respirando el aire embriagador y  observo de reojo la animada charla entre mi madre y el profe. Mi madre parece estar complacida y esta simple visión, vista de una manera nueva, me desconcierta y alarma.  Su flaqueza, pelos sueltos, las pequeñas tetas y la sonrisa en los ojos la hacen muy bella y muy joven. La veo tan mía, como en aquellas épocas cuando éramos solo ella y yo, y no la quiero compartir ni con nadie. ¿Y el profe? Observo su torso desnudo, brazos fuertes, piernas marcadas  y recuerdo mis inocentemente perversas fantasías con él; no quiero despedirme de ellas y tampoco lo quiero compartir ni con nadie. Ellos hablan, se ríen me dicen algo a mí y yo les respondo. Crece una cercanía tal que ya es una lejanía y de eso me pongo triste. La lluvia por fin termina y nosotros decidimos volver a la casa. Mi hermano duerme en el sofá y entonces el profe se ofrece llevarnos en su coche.

Ahora Sergio Medina está en nuestra vida todos los días e incluso todas las noches. Mamá, creyendo que estamos dormidos —mi hermano sí, pero yo lo finjo—, se levanta con mucho cuidado y en las puntillas  se  va para volverse a la madrugada. Con los primeros rayos del sol entra con el mismo cuidado y se acuesta al lado de mi hermano que duerme en el medio como una marmota.

Mama está empaquetando las valijas, silbando y mirando a cada rato el reloj. Decidieron volver a la cuidad en el auto de Sergio.

—¿Qué va a pasar cuando volvamos? —pregunto observándola.

—¿Qué tiene que pasar?

—Él es menor que vos, mamá.

—Solo le llevo ocho años. ¿Te parece que es mucho? —me responde con un aliento entrecortado por la fuerza que aplica cerrando la valija que está muy cargada. Me hace seña para que le ayude y yo me pongo arriba de la valija aplastando la tapa—. Ocho años no es mucho.

—No lo sé. Solo quiero que seas feliz.

—Es muy distinto a todos —por fin el cierre le obedece. Termina de cerrar la valija y se sienta al lado mío apoyando su cabeza sobre mi hombro—. Me siento tan bien al lado de él.

Suena la bocina. Mi hermano se pone contento y mamá se acerca a la ventana para saludar al recién llegado. “Solo quiero que seas feliz”.

9.

Pasar verano en la ciudad cuando todos tus amigos están afuera es algo espantoso. La abuela se fue para todo el verano a visitar a su hermana en Córdoba y llevó a mi hermano. Mamá de día trabaja y las noches las pasa con Sergio. Y yo teniendo tanta libertad no la puedo disfrutar ya que no tengo ni donde ni con quien. Mi única compañía  es Pulga que todos los días viene de visita e incluso a veces se queda a dormir. Lo bueno es que no tenemos que escondernos de nadie y podemos fumar abiertamente en el patio de mi casa, inmersas en una lánguida humarada azulada.

 Pulga está por cumplir catorce años. Para ese día decidimos que ella de día iba a su casa, pero para la noche regresara a mi casa para irnos a un boliche. Su madre  tiene expectativas de que el padre ha de venir a visitar a su hija y por ahí habrá reconciliación. Este día al mediodía  le preparo de regalo una pollera mía que me queda chica,  una botella de sidra,  unas vainillas a la crema y me pongo a acicalarme esperándola. A las seis de la tarde Pulga irrumpe alborotada. Su cara está rojiza, nariz hinchada los labios trémulos. Lleva un bolso negro y grande del cual arroja delante de mí un montón de velas de distintos tamaños. Se echa en la silla apoyando su cabeza sobre los brazos. Yo espero en silencio. Por fin su llanto se calma y  ella levanta la cabeza y se esfuerza para sonreír aunque solo logra dibujar en su cariz  un feo rictus.

—Estas feíta, amiga —le digo sonriendo para dar un poco de ánimo—.  ¿Para qué tantas velas?

—No importa —me responde sonándose la nariz y prendiendo un cigarrillo— Ya pasó. Era un impulso—. Yo también enciendo  un cigarrillo, hago una profunda calada y comienzo a liberar lentamente los anillos del humo a través de mis fosas nasales.

—Es que no sé cómo contártelo —vuelve hablar Pulga, mi viejo colecciona las velas. Él las guarda en el dormitorio sobre una estantería. No sé  en qué pensó mi vieja cuando sacó algunas para poner en la torta. Nunca se había permitido tocárselas.  Cuando él vino y vio esas velas se enfureció y se armó un escándalo. Gritaban, se reprochaban y  se puteaban uno al otro. Al final él sacó todas sus velas, las guardó en una bolsa de consorcio y se fue.  Es todo.

—¿Y tú?

—Yo también me fui. Me estropearon el cumpleaños.

—¿Y estas velas?

—A la vuelta de tu casa hay una santería, ¿no sabías? Las compre con la plata que él me regaló. Ahora tendré velas de sobra.

—Sos loquita, ma —me levanto para sacar la sidra y el postre de la heladera. Del tumulto de velas tiradas sobre el piso elijo una y la coloco en el centro del postre—. Yo te estaba esperado y te tengo un regalito para ti, aunque usado—digo  mostrándole la pollera.

En el futuro muchas veces voy a recordar lo que pasó esa noche única e inolvidable: cómo antes de ir al boliche colocamos todas las velas en un círculo  sobre las baldosas del patio y nos sentamos en el centro. Cómo tomamos  la sidra y luego un vino de una reserva escondida de mi vieja. Cómo fuimos al boliche y Pulga pudo pasar mostrándole  al patovica un documento que una vez encontré en la calle y lo tenía guardado exactamente para estas ocasiones, aunque a mí nunca, jamás me pidieron un documento. Como bailábamos y como, con una locura, nos entregábamos  a todas las manos y todas las bocas que nos quisieron tocar o besar. Esa noche Pulga en el baño del boliche se convirtió en mujer y después, cuando nos acostamos en mi cama para dormir, me contaba que no le dolió nada y que la única pena que sentía era no recordar la cara de muchacho.   “Te amo, amiga”, me dijo dándose vuelta con la cara hacía la pared y desapareciendo en un profundo sueño. “Yo también te amo”, pensé cerrando los ojos.

8.

Es fin de febrero. Sara volvió de vacaciones y ahora algunos días los estamos pasando en su pileta. Mientras que Sara lee sus libros arrellanada sobre una reposera yo y Pulga nos divertimos en la pileta.

—Sara, ¿cómo no te aburrís leyendo todo el tiempo? Pronto vuelven las clases y vamos a leer de sobra, pero ahora es el tiempo de disfrutar —le digo acostándome sobre las baldosas al lado de ella. Sara interrumpe su lectura, me mira con ternura y sonríe.

—Hablando del cole —dice tirándose de espalda sobre el respaldo y tapándose los ojos con el antebrazo—no tenemos suerte con los profesores de literatura.

—¿Por qué lo decís? —pregunto agudizando mis oídos, pero a su vez tratando de disimular mi sobreinterés.

—Nuestro querido Jirafales se va. No va a dar más  clases. Y no sé quién vendrá, ¡si vendrá!, este año.

—¿Por qué se va? —presiento inquietud intuyendo que la noticia tiene que ver con mi madre.

—No lo sé. Traté de preguntar a mi hermano, pero ¿viste como son los hombres? Fieles a la hermandad masculina. Solo sé que es por un asunto privado. ¿Recordas a esa chica, su novia? Habían cortado y parece que el profe tuvo otra. Estaba con una mujer mayor que él, así me dijo Paola. Pero algo pasó. Entonces cortó con la vieja, volvió con Paola,  renunció del colegio y parece que se van al sur. Es todo lo que sé.

—¿Cuándo se van?

—No tengo ni la menor idea. ¿Pero, qué te pasa? —Sara se apoyó en los codos mirándome con asombro. Estoy temblando y  vistiéndome de prisa.

—Nada. Olvidé que tenía cosas para hacer. ¡Pulga! —grito—, me fui. Nos vemos más tarde.

“Cortó con la vieja”, repito obstinadamente la frase en mi cabeza. “Se van al sur”, otra frase que perfora mi cerebro. “Si se va al sur no lo veo nunca más. ¿Y mamá? Estuvo con una vieja. Boluda. Se le decía, la advertía. Pero ella, boluda, creía que ocho años no son nada. Una vieja. Por boluda ahora si sos  una vieja”, brotan los incoherentes pensamientos en mi cabeza. Quero llorar. Siento un fuerte dolor en la panza que me hace doblarme. La ira sube de este punto doloroso del ombligo, pasa por el estómago y luego, subiendo por la garganta, irrumpe en sollozos. Se me cierran los puños. Siento en mis oídos el palpitar constante de mis venas, luego una picazón en la nariz y un gusto agridulce en la boca. Aprieto la nariz con los dedos y toco algo pegajoso descubriendo que mi nariz está sangrando. Limpio mis dedos con una hoja de un arbusto y saco teléfono del bolsillo. Las   huellas rojas se quedan sobre una superficie brillosa. Quiero llamar a mamá, pero me arrepiento. ¿Qué le voy a decir? Vuelvo a guardar el teléfono.

En media hora ya voy camino hacia la plaza absolutamente decidida.

10.

—No sé si te va bien el papel de viuda negra —se ríe Pelado.

—Ni loca. Mi vieja necesita dormir un poco —respondo agradecida que no me pida explicaciones.

—Boluda— Pelado me empuja por el hombro—, ojo con eso. No quiero que tu vieja se convierta en un cadáver color púrpura.

—Quédate tranquilo —le respondo observando el frasco y lo guardo en la mochila.

—Ah, nena. Huele mal todo esto. Devolvémelo, no te lo voy a vender.

—Deja de chillar. Solo quiero que duerma. No más de tres gotas. Lo tengo claro —le doy un beso y huyo de la plaza.

11.

La primera a quién llamo es Pulga. En un principio le quise contar todo y pedir que me ayude pero ahora pienso que no es prudente y sería mejor si me ayudara sin saberlo. Le digo que a noche voy a cuidar el departamento de un familiar y que si ella quiere puede venir a hacerme compañía. La segunda llamada es para Sergio Medina.  Le digo que merezco una explicación y que si él no me quiere dar explicaciones entonces es un cobarde y que entonces todas sus enseñanzas en las clases de literatura fueron pura mentira y que realmente toda la gente es una mierda. Sé que eso va a funcionar. Y funcionó. No le doy tiempo para elegir ni lugar ni la hora. Digo que a las ocho de la noche voy a estar en su casa con bizcochitos para el mate. El tiempo trota como una tortuga anciana. Ensayo mil veces toda la escena. Practico como entrar al departamento, como saludarlo.  Debo ser simpática así se queda tranquilo y confiado. Practico hablar con tranquilidad y  decir que mamá no sabe que estoy hablando con él y que realmente estoy de acuerdo con que ellos no tienen que estar juntos, que lo entiendo y le apoyo, y que puede contar conmigo. Ensayo salpicarme con la yerba —eso se hace fácil, solo hay que inclinar un poco más el mate—, pedirle disculpas y una servilleta y cuando él  iría a la cocina a buscarla actuar rápido: sacar el frasco del bolsillo  y echar al mate cinco gotas. Cuando él volviera debería sonreírle, decir que ya me arreglé con el pañuelo de papel, echar delante de él agua al mate y dárselo. Él lo tomaría y solo quedaría esperar.

10.

Pulga llegó muy rápido, tan rápido que se me da por pensar que estaba en el lugar esperando mi mensaje. Pero no tengo tiempo para desarrollar mis sospechas y toda mi atención está concentrada en no permitirle  que ande por el departamento y vea a Sergio Medina yacer adormecido en su cama en el dormitorio. Por eso en la puerta le meto en la mano un vaso con jugo y aprovechando mi autoridad sobre ella con las palabras “Proba eso que es riquísimo”, prácticamente la obligo a tomarlo. La agarro por los hombros y la llevó al comedor casi empujándola para que se siente sobre el sofá. Le  hablo pavadas y observo cómo se le achican las pupilas y se le bajan los parpados. Por un rato ella, sin entender lo que le pasa, trata de luchar con su sueño parpadeando, sacudiendo la cabeza  e incorporándose en el sillón, pero cada vez esa lucha  le resulta más difícil y al  final sus ojos se cierran definitivamente y su cuerpo flácido se desliza y se inclina por el lado izquierdo. Ahora sí, tengo que apurarme. En el dormitorio desarmo la cama desperdigando las sabanas y el acolchado.  Coloco las almohadas contra el respaldo de la cama y sobre ellas apoyo en una posición sentada el cuerpo desnudo del profe. Le acomodo la cabeza echándola un poco atrás como si estuviese gozando. Sus ojos cerrados  favorablemente  acompañan la imagen. Desvisto a Pulga, la agarro por debajo de los brazos y arrastrándola con dificultad la traigo al dormitorio. La acomodo entre las piernas del profe  apoyando su cara sobre el chiquito y flojo miembro del profesor. Al principio quise abrirle la boca y metérselo adentro, pero ahora que la veo tan pálida me da  pena y decido no ser tan perversa. Cierro el cuadro con la mano de profe apoyada sobre la cabeza de Pulga como si se la empujara. Luego meto mi mano izquierda por debajo de cabellera de Pulga y gimiendo empiezo a balancearla mientras que con la mano derecha sostengo mi teléfono filmando la cabeza de Pulga en movimiento y la cara del profe gozando. Luego saco un par de fotos donde se reconoce bien la cara de profe y el cuerpo infantil de Pulga aunque su cara la dejo en incognito; Pulga no debe haber sido afectada. La parte más complicada está terminada. Ahora debo vestir a Pulga; meter el mate con la yerba y el frasco con la droga    adentro de  mi mochila para luego deshacerme de ellos; buscar el juego de llaves de Sergio Medina y escoger uno de la puerta de entrada del edificio. Estoy a tiempo. Con Pulga agarrada  por la cintura salgo del departamento y me doy cuenta que esa parte no la tuve bien pensada y me resulta muy difícil e incómodo andar sosteniendo su rellenito cuerpo, pero ya no hay marcha atrás y no puedo volver al departamento para esperar que se despierte.  La calle esta oscurecida y por suerte no hay gente andando. La arrastro tres cuadras y nos desparramamos al lado de una entrada de un negocio cerrado. Me siento contra la puerta y acomodo a Pulga entre mis piernas poniendo mi mochila debajo de su cabeza. Tengo hambre y mis nervios están a punto de estallar. Me acuerdo de los bizcochitos que tengo en la mochila. Los saco y los devoro con desesperación y las migas junto con mis lágrimas caen sobre la frente y los pelos de la Pulga; yo las sacudo encima, soplo y rozo cuidadosamente su cabello con mis dedos, le beso la frente, le pido perdón, le digo que la quiero mucho y vuelvo a masticar ferozmente los biscochos tecleando en el mismo tiempo con mi dedo gordo sobre la pantalla de mi Samsung marcando los fatales “enviar” y “compartir” en las cuentas fantasmas anteriormente creadas  en las redes sociales.

No sé cuánto tiempo habrá pasado desde que nos fuimos del departamento de profe y hasta que a Pulga le volvió la conciencia. Ahora está despierta y vomita ya por la tercera vez. Recuerda justo hasta el momento que le hice sentarse sobre el sofá. Entonces aprovecho y le miento que volvió el familiar mío y que hubo un desentendimiento y lio y que ella se desmayó y parece que tuvo un  ataque de epilepsia (me acordé de esa palabra porque un primo tercero mío padecía esa enfermedad). Me muestro molesta por toda la situación y  de que ella no recuerde nada. ¡Pobre Pulga! Se siente confundida, avergonzada y no para de disculparse. Nos despedimos cerca de las doce de la noche y me voy a mi casa.

11.

Desde el patio veo  luces en la cocina. Entro tratando de no hacer ruidos. Escucho voces apagadas: mi mama está con alguien charlando. Me acerco a la puerta y agudizo mis oídos.

—Estas segura que no te vas a arrepentir —escucho la voz de Natalia, amiga de mi mamá.

—Ya estoy arrepentida, pero no voy a dar marcha atrás. Ya está todo decidido.

—¿Y amor? —escucho tintineo de los cristales, señal de que están tomando vino.

—Exactamente es el amor lo que me asusta. Después del amor viene el desamor. Por lo menos a mí siempre me funcionó así. Todos a quienes amé me cagaron. Esta vez decidí dar vuelta la historia. Voy a terminar esa locura antes de que me desame y me haga doler —suena el chasqueo del encendedor y luego una sonora exhalación más parecido a un gemido—. Le llevo ocho años. Ahora no se notan, pero más adelante, sí. Entonces va a empezar a escapar engañándome en los telos sucios con minas de su edad o aun menores.

—Es una filosofía. En la vida real todo es más simple. Hay un chabón que te quiere y vos lo quieres a él. ¿Por qué no disfrutar lo que hay hoy sin pensar que vendrá mañana?

—Ya lo disfruté ayer. Pero hoy debo pensar bien sobre el futuro. Más allá de la diferencia de edad —se establece una pausa—. Somos muy distintos.

—¿Y qué te puede dar la igualdad? La igualdad es utopía, es un círculo cerrado.

 —Vos sabes convencer —se ríe mamá—pero no esta vez. Me llamó Carlos. Quiere que probemos volver estar juntos tratando de hacer mejor las cosas.

—La gente no cambia, ya lo sabes. Si no funcionó y se separaron entonces ya no va a funcionar. Sí, podes aguantar, pero funcionar en el sentido que lo pones, olvídate, no va a funcionar.

—Está bien, señora sabelotodo. Lo que importa es que tenemos un hijo en común. Camila creció sin padre, por lo menos lo tendrá Martin. Y tú, como mi amiga, me debes ayudar y no tratar de destruir mis planes con tu filosofía. Una vez que tomo una decisión apoyándome en la razón y no en el sentimiento impulsivo—mamá sonríe aunque no hay en esa risa ni una gota de alegría.

Siento que se me aflojan las piernas. Siento un mareo y me pongo en cuclillas contra la pared. Busco mi teléfono y entro en Twitter. La publicación en la cuenta fantasma ya tiene más de mil visualizaciones, un sinfín de comentarios y esta compartida más de mil veces. Elimino las cuentas una por una de todas las redes, saco el chip y lo parto en cuatro. Realmente no sé para qué sirve todo eso, seguramente es una inútil estupidez. No tengo ni la menor idea como ser incógnita, pero en las películas siempre muestran que hay que destruir el chip. Tengo ganas de llorar y correr adonde sea. Pero las lágrimas no salen quedándose en mi garganta con un nudo y se me doblan las piernas. Camino sin rumbo y pronto, sin darme cuenta, aparezco en la plaza. Pelado está en su lugar de siempre, pero sin sus perros.

—Pelado, ¿qué carajos haces a esta hora en la plaza? —lo pregunto desplomándome al banco al lado de él.

—Lo mismo puedo preguntar yo —responde sin mirarme. Su atención está atrapada por algo que mira en la pantalla de su teléfono. Sonríe acercando o alejando celular de sus ojos, pero finalmente me pregunta—, ¿es Pulga o me parece a mí?

—Nada que ver —respondo mirando de reojo las espantosas fotografías del cuerpo blanco y desnudo de Pulga entre las piernas del profe—. ¿De dónde sacaste esa porquería?

—Me las mandó Kiki. Dice que es un escándalo y que se trata de un profesor de ustedes. ¿Es verdad?

—¿Qué se yo? —respondo con un tono de desinterés. Mi teléfono esta silencioso y yo no apuro introducirle mi chip legal sabiendo que voy a recibir esas fotos y el video de todos mis contactos—. Yo no vi nada. Esa tarada siempre saca la porquería de internet y la manda a todo el mundo—respondo con un tono irritado.

—¿Y a vos qué te pasa?

—Nada. Estoy cansada —respiro—. Muy cansada. ¿Tenes algo para quemar?

Pelado me mira, pero no dice nada.   Una petaca de café al coñac aparece en sus manos y me ofrece un trago. Tomo y el líquido ardiente me quema la garganta. Ahora las lágrimas me brotan y no las puedo sostener. Me ahogo y toso.  

—Eso relaja mejor —me dice con la voz baja aunque no hay nadie alrededor . No olvides de deshacerte del frasco  añadió.

Le contesto con un meneo de cabeza y la apoyo sobre su hombro. Las luces del parque se apagan sumergiéndonos en una oscuridad profunda, una oscuridad que me cubre y me protege de todos a los quien tal vez tendré que enfrentar mañana;  de todos e incluso de mí misma.
















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