un Cuento en Certamen de
Turavinina Yuliya
Cuando una calurosa tarde de enero con el sol poniente prometÃa deshacerse del sofocante calor y una suave brisa comenzaba a traer los dulces aromas de jazmÃn, tilo y almendras de las calles aledañas, yo, Amelia Alegre, contadora de una compañÃa de auditores, después de cuatro horas de manejar llegué, por fin, a la dirección que necesitaba y descubrà una hermosa calle residencial de un pueblo periférico llamado A. Estaba hambrienta y decidÃ, antes de descargar el baúl del coche y subir al departamento alquilado, buscar un lugar cercano para comer algo. Examiné los carteles de los negocios de la cuadra y elegà entrar a la tienda cuyo cartel decÃa "PizzerÃa de TÃo Tito". Me atendió el mismÃsimo Tito (como lo supe posteriormente), un célibe cincuentón, que amaba cuando el cliente (y mejor todavÃa si no era uno del barrio) preferÃa sentarse en la barra antes que ocupar una mesa. Esperaba un poco hasta que el cliente empiece a comer y daba rienda suelta a su lengua que tanta flexibilidad tenÃa.
Me acerqué a la barra, pedà una mozzarella chica, una cerveza y me quedé a esperar allà mismo.
—No eres del barrio —dudó Tito cerrando la pesada puerta del horno tras meter allà la sabrosa pizza.
—No —respondà observando vagamente el lugar—, pero me verá con frecuencia durante las próximas dos semanas. Voy a vivir enfrente y desayunar aquÃ, si no le molesta.
— ¡Muy bien! —regocijó Tito acercándome en una dulcera de porcelana las olivas negras—. Si vas a vivir en un departamento sobre esta calle —Tito se inclinó hacia mà y murmuró intrigante—, cuando oscurezca no olvides cerrar bien las ventanas.
— ¿Hay ladrones? —ironicé.
—Hay murciélagos —Tito abrió la puerta del horno y extrajo la pizza, aroma de la cual se expandió por toda la pizzerÃa—. Proba, hija, y te vas a dar cuenta de que es una verdadera delicia.
— ¿Y qué pasa con los murciélagos? —pregunté probando mi primer pedacito volteando los ojos y besando los dedos queriendo decir que estaba muy rica.
La complacida sonrisa se dibujó en el simpático rostro de Tito. Agarró un banco y se acomodó del otro lado de la barra, mirándome con una ternura paternal. "¿Te cuento?"—preguntó con un tono que no requerÃa una confirmación.
"La exacta fecha de los hechos que voy a referir importa muy poco. VivÃa en este barrio un hombre. Algunos aseguran que era un escritor, otros que fue un abogado, pero creo que nadie lo sabrá decir con certeza. Diremos que era un hombre modesto. VivÃa solo y contaba con sus respetuosos años. Pero le sucedió una cosa desagradable: se enamoró".
— ¿Enamorarse es una desgracia? — exclamé riendo. Tito sonrió y siguió.
"Estaba muy enamorado. Ella parece que también. A menudo se les veÃa caminando, teniéndose de las manos, charlando y riendo con deleite; entrando a la tienda de doña Marta a comprar las fruslerÃas y a la florerÃa de don Hugo por un ramo de flores siempre silvestres. En el bar tomaban café en la mesa del fondo donde nada podÃa interrumpir su intimidad. Su felicidad despertaba curiosidad en los hombres y la envidia en las mujeres cuyas lenguas no paraban de echar los venenosos comentarios", Tito volvió a inclinarse y bisbiseó afanoso, "dicen que la chica era muy joven", maneó la cabeza, se incorporó y siguió, "todo podrÃa haber sido perfecto si no fuera por un detalle: a ella le gustaba volar de noche. ¡Oh, pobre caballero! Al llegar la noche y al prenderse las primeras estrellas sobre la manta negra de la nocturna oscuridad, la joven se inquietaba, atormentaba, enloquecÃa y cuando perdÃa por completo la conciencia subÃa sobre alféizar y despegaba volando como un murciélago. Y él la esperaba fumando y tomando su café. A la madrugada ella regresaba. Le pedÃa perdón, juraba no volver a volar más de noche, le confesaba su amor y él la perdonaba. Lo único que él temÃa es que un dÃa ella no volviera, pero ese dÃa llegó. A la noche, en la vÃspera de ese dÃa, cuando la potente oscuridad predecÃa una calamidad, ella como siempre subió sobre el alfeizar. El hombre la siguió. Sin llorar ni suplicar, con un angustiado silencio la agarró de la mano y la miró con todo su desconsuelo, con todo su dolor. Y ella dio un paso atrás. Lo abrazó. Lloraban. Pero las negras nubes no tenÃan indulgencia desnudando la blancura de la luna espectral. La noche la seducÃa y la luna, reverberando en las pupilas de la joven, la atraÃa. Ella se apartó de su amado mirando hacia el cielo. Luego volvió a abrazarlo más fuerte, como pidiéndole que la sujetara, que la ayudara. Y él le respondió con su abrazo. Sus cuerpos temblaban y sus corazones palpitaban. Estaban juntos, pero cada uno con su miedo, con su dolor. Ella le agarró las manos y cubriéndolas con sus lágrimas las llenó de besos. Él protestaba, sacaba las manos, pero ella las atrapaba y las besaba de nuevo. De repente la joven se estrechó, se dio vuelta y corrió hacia la ventana, subió al alfeizar y despegó desapareciendo en la impenetrable oscuridad. Cuando la noche se desvaneció el hombre apagó su último cigarrillo y tragó el último sorbo de café. Se acercó a la ventana, subió sobre el alféizar, miró un instante al cielo e hizo su último paso. La ventana se cerró de golpe por una fuerte corriente del viento", Tito largó un largo suspiro y siguió, "ella reapareció unos dÃas después y encontró la ventana cerrada. Golpeó el vidrio, llamó al hombre, volvió a golpear. Pero él no aparecÃa para abrirle la ventana. Agotada, deslizándose por el alféizar resbaladizo ella, de repente (asà cuentan), se convirtió en un murciélago y voló. Desde ese dÃa cada noche justo a las diez aparece de la nada un rebaño de murciélagos. Todos vuelan silenciosamente dando vueltas sobre los tejados y solo uno se separa de los demás y con un chillido que hace congelar la sangre salta de una ventana a otra golpeando el vidrio y chillando como si rogara, como si suplicara".
Ya se habÃa hecho demasiado tarde y tuve que marcharme. Me despedà de Tito agradeciéndole la compañÃa. Retiré la valija del baúl y subà al departamento. Me bañé y luego fui a prepararme un té. Esperando a que caliéntese la pava me acerqué a la ventana y la abrà para dejar entrar aire fresco. La oscuridad que se veÃa en la calle me desosegaba. No entendà inmediatamente el por qué. Observé las ventanas vecinas y me di cuenta de que estaban estrechamente cerradas con persianas. Recordé las palabras de Tito y miré el reloj. Las agujas marcaban las diez menos cinco. Me apresuré a cerrar la ventana y me quedé esperando y observando la negra imagen del vidrio. No sucedÃa nada y me sentà ridÃcula, me reà de mi misma. Agarré la taza, preparé el té y salà de la cocina. En la puerta quise apagar la luz, pero antes de hacerlo, por un inexplicable impulso, me di vuelta y miré hacia la ventana. Y lo vi…
Su chiquito y peludo cuerpo estaba casi aplastado contra el vidrio. Se plegaba con sus pequeños pulgares, pero no resistÃa y se deslizaba volviendo a trepar sobre el vidrio. Las finitas membranas de sus abiertas alas estaban tan delgadas que la luz del farol parecÃa atravesarlas. Me miraba. Me miraba fijamente, hipnotizándome. Y esa mirada era humana y esa mirada me suplicaba abrir la ventana. Di un paso hacia la ventana y extendà la mano, agarré la manija. Pero el mamÃfero se despegó y golpeo el vidrio con su chiquito, pero potente cuerpo. Volvió a mirarme y su mirada habÃa vuelto a ser distinta. Ahora me miraba confundido y con asombro. Se despegó y voló.
Después de esa noche los murciélagos no volvieron.
El dÃa de mi partida, cuando las valijas ya estaban cargadas en el baúl, entré a la pizzerÃa de Tito para saludarlo y preguntar por qué los murciélagos no volvieron más. "No lo sé", respondió Tito encogiéndose de hombros y mirándome con una incógnita desconfianza.


