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MARÃA

un Cuento de
Asaro Daniel




 
 No tendría más de 12 años, cuando escuché por primera vez a María. Quien me la trajo de la mano fue mi padre, de quien heredé el oficio de capitán de barco pesquero, la pasión por el mar y las letras y unos cuantos valores que intento seguir, a veces con escaso éxito.
  Mi viejo jamás imponía nada, ni siquiera castigos y a veces sólo necesitaba de su mirada pesarosa para hacerme sentir peor que ante cualquier reprimenda.
  Esa tarde, escuchaba tangos en su lugar favorito, el quincho, mientras tejía la red de pesca con una aguja cargada de hilo de nylon. De pronto, la voz familiar de Julio Sosa dejó de sonar justo cuando el Cambalache de Discépolo empezaba a rodar, y una mujer ocupó su lugar. Su voz era aterciopelada y la primera impresión, (que aún conservo) fue que esa voz no provenía de su garganta, sino de algún lugar más profundo y misterioso.
 - ¿Qué escuchás, pá?- le pregunté, entrando al quincho.
  La aguja de la red se detuvo. Él pareció volver de un lugar lejano, porque en ocasiones, como me sucede a mí, navegaba lejos, aunque no estuviese en alta mar.
 -A María- me dijo, como si con eso bastara. Vio mi mueca de incredulidad y se sintió molesto, cuando tuvo que aclarar. –María Bethania.
  María cantaba en un idioma que yo conocía y siempre me había parecido mágico, y de una dulzura como no posee ningún otro.
 - ¿Y qué canta? - le pregunté, con cierta burla. Mi viejo sólo llegó hasta tercer grado, o sea que me resultaba impensado que supiese hablar en otro idioma que no fuese el propio.
 -Les canta a los pescadores- contestó, aún ausente. –Me canta a mí.
 Iba a decirle que no me tomara el pelo, cuando empezó a recitar con una voz extrañamente distinta y bella, como si esa María le hubiese contagiado algo:
 - “Adiós, adiós, pescador, no me olvides. Rezaré por el buen tiempo y al dios del cielo agradeceré.
  Abrió los ojos y me miró, como si recién me descubriera.
 - ¿Y cuándo aprendiste a hablar en brasilero? - le pregunté.
 -Ella se hace entender- contestó. –Cuando llegue el momento, lo vas a saber. Sino, peor para vos.
  No seguí escuchando a María, claro, aún no estaba preparado para ella. Sobrevino la música disco, el rock nacional, Queen, Sting, Pink Floyd, manso y tranquilo, el pogo, Dylan. Aún los conservo cerca porque me devuelven algo de mi juventud. Pero condené a María al ostracismo del disco de vinilo guardado en un viejo arcón.
  Hasta ese día.
  La mujer estaba sentada frente a la barra de la discoteca, hastiada de rechazar tragos y a hombres que venían con sus libretos mal aprendidos y promesas que en modo alguno pensaban cumplir. Yo me acerqué a ella sin la menor esperanza, dispuesto a ser una cruz roja más en su lista. Su cara, a medida que me acercaba, era la máscara del desplante…y entonces algo ocurrió. Sting dejó de cantar Roxanne y esa voz de hechicera susurró su Carta de Amor en el idioma ancestral. Y ambos la comprendimos: …” aquello que busqué, por la senda de la vida. Que busqué sabiendo que en algún lugar te encontraría. Porque siempre fuiste mío”.
  Nuestras miradas se cruzaron y hubo allí un entendimiento inmediato que signaría nuestras vidas durante los siguiente quince años. María fue la que nos dio la bendición. Sólo fue un retazo de esa canción. Se oyeron silbidos desde la pista y el DJ habilitó otra bandeja donde aguardaba Freddy Mercury. Supongo que no tenía la menor idea de que había ocurrido. Estoy seguro que ni siquiera tenía ese disco en su batea.
  Recordé las palabras de mi padre: “Cuando llegue el momento, ella se va a hacer entender”
  El primer embarazo llegaba a su fin, aunque faltara una semana. Estábamos disponiendo de la nueva habitación, cuando nos llegó su voz lejana, desde el receptor de radio prendido en el patio. Aparentemente, el volumen se había subido sólo: “…obtengo la pureza, de la respuesta de los niños. Es la vida, y es hermosa”, cantó María.
  Se llevó las manos al vientre, me miró con sus ojos azules y dijo exactamente lo que yo pensaba: “Mañana. Será mañana”.
  Fue mañana. El niño llegó temprano. Creció sano y fuerte.
  Una de las últimas cosas que hice con mi ex mujer, fue ir a ver a María al teatro. Nos debíamos eso y teníamos que hacerlo antes que nuestros caminos se dividieran. Creo que ambos lloramos por turnos, porque María es una hechicera, pero a veces la magia no basta.
  María se acercó al borde del escenario. Estábamos en la fila cuatro cuando sonaron los primeros acordes de “Suite de los pescadores”. Cuando cantó: “Si Dios quiere, cuando vuelva al mar…” me miró directamente a los ojos. Le mantuve la mirada como pude, porque ella era abrasiva. No fue mi imaginación: mi mujer, e incluso un hombre que estaba al lado, me observaron pasmados, preguntándose de dónde la conocía.
  El tiempo se desgranó. María sigue sonando. Se ha apartado, aunque de vez en cuando alguna frase intenta rasgar el aire…pero ya no llega a mis oídos. Es que me he vuelto viejo, y ya la magia no surte tanto efecto.
  Excepto hace dos meses.

  Lavaba el auto y me sentí nostálgico y busqué en el pendrive, la música de María. Ella sigue guardando todo mi equipaje, aunque a veces yo la pierda de vista. Cuando empezó a sonar Sonho meu, levanté el volumen. Y fue entonces que mi hija menor de doce, que tiene la pieza de la habitación tapiada con posters de Taylor Swift, apareció justo a mi lado y me preguntó:

 - ¿Qué escuchás, pá?


DANIEL ASARO
Leído en la Feira Virtual Do Livro Brasil, por la inmensa Silvia Almada. Gracias por tu calidez, amiga.


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