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DIARIO DE UN EX FUMADOR VIII
Dr. Alzheimer

un Cuento de
Asaro Daniel






DÍA 88

El insomnio recrudece.

  Después de un chequeo de rutina, el médico me receta un ansiolítico ligero, que tiene unas pocas contraindicaciones.  Le pregunto cuáles. Provoca impotencia, me contesta, momentánea durante algunos momentos y después, con el tiempo, definitiva. Mi médico se hace lío con las frases, con los diagnósticos y las recetas. Tiene un cartel detrás que dice: “PADEZCO DE UN LIGERO ALZHEIMER. SI ME PIERDO, POR FAVOR HÁGAMELO RECORDAR. SI ME ENCUENTRA, DEVUÉLVAME AL CONSULTORIO”. Le digo que se despreocupe por la impotencia, de todos modos no tengo en quien emplearla.

  Lo noto ausente, como ido. Estoy tentado a preguntarle si es debido al Alzheimer, pero desisto: no me parece una buena idea. En cambio, le digo: “Lo noto preocupado”. Sale de su sopor. “Estoy angustiado por un colega”. Murmuro “Ajá”. Me he vuelto un especialista en “Ajás”. “Lo acusaron de abuso sexual con sus pacientes”, prosigue. “Una acusación a todas luces infundada”. Le pregunto a qué rama de la medicina se dedica el colega. “Medicina forense”, responde. Contestó con dos “Ajá” que espero dé por zanjada la cuestión.

 “El sueño de la razón produce monstruos”, recita, no sé a cuento de qué. Recuerdo esa frase: estaba en uno de los grabados del pintor Francisco de Goya. Le doy el dato y afirma con la cabeza con tal energía que sus anteojos se hacen puré contra el escritorio. Putea. Es una puteada enrevesada, porque por su Alzheimer se le hace difícil enhebrar una puteada coherente. Lo que hace me preocupa, pero no demasiado. Mi sentido de la realidad está estropeado y todo lo que me ocurre tiene la textura de un sueño. “Goya, sí”, se dice a sí mismo. “Gran tipo. Lo atendí una vez de unas hemorroides rebeldes. Las arrastraba detrás y a veces se les enredaban en los tobillos. Se cayó dos veces de trompa. Lo que hice fue enrollar sus hemorroides, hacerles un nudo y atárselas al cinturón. Nunca volvió. Me pregunto por qué”. Le informo que Goya murió en el año 1830, más o menos. Las hemorroides ni siquiera se habían inventado. Suspira. “El tiempo se va”, murmura con el aire vago de quien padece…bueno, Alzheimer. “Se va”.

  Después, repara en los cristales destrozados de sus lentes sobre el escritorio. “¿Por qué me rompiste los lentes?”, me pregunta, con una furia que solo puede provocar…el Alzheimer, acertaron. “Yo no hice nada”, le digo, con expresión culpable. Lo que hace me deja frío. Rescata dos cristales mellados y se los embute en las cuencas, a presión. Se limpia con los pulgares la sangre que le brota de las escleróticas y dice: “Ahora está mejor. ¿En que estábamos?”.

 “El insomnio”, le digo. La visión de los vidrios encastrados en las cuencas me espanta. Dentro del bolsillo de mi camisa, Chesty se ríe al tiempo que murmura: "Éste tipo sí que está loco, eh". "Loquísimo", le contesto. Chesty, que tiene una percepción tan aguda como la palabra "orangután" me retruca:  "Y lo dice el tipo que mantiene conversaciones con un cigarrillo quebrado en tres partes".

“El insomnio”, repite el médico.  “Traté a varios de eso. Es malo cuando la sangre no coagula. Una vez vino un tipo que se cortó la femoral y le receté unas curitas. No sé porque no volvió”. Le digo que el insomnio no tiene nada que ver con la pérdida de sangre; que básicamente se trata de la dificultad para dormir. La conversación se hace cuesta arriba. “¿Probó hacerlo de noche? A mí me funciona”, me aconseja. Le contesto que el insomnio, en la mayoría de los casos, es nocturno.

 “Fíjese usted, que increíble”, susurra. “El tiempo se va. Se va”.

  Se queda pensativo durante una hora y doce minutos. 

  Desde el bolsillo interior de mi camisa, Chesty brama: “¡FUMÁME! ¡TERMINEMOS CON ÉSTA FARSA!”.

  Amenazo con regalarlo al doctor Alzheimer y eso lo hace callar de inmediato.

 “No quiero un ansiolítico”, digo, más que nada para romper el silencio incómodo. “¿Una curita?”, me responde él. “¿Cómo combato el insomnio con curitas, pelotudo?”, le suelto, al borde de la histeria. “Te pegás una sobre cada párpado, la reputa que te parió”, dice y advierto dos cosas: que la bruma del Alzheimer se ha evaporado de momento y que ha abierto un cajón donde guarda una Smith and Wesson del 38. “Si no querés pastillas para dormir, te ponés una de éstas bajo la lengua y apretás el gatillo”.  Desliza una bala dentro de uno de los orificios del tambor.

  Alcanzo la puerta justo cuando oprime el gatillo. La bala desconcha el marco de madera, a unos diez centímetros de mi cabeza.

  Le digo a la secretaria que me de otro turno, para la semana que viene. No parece haberla alterado el balazo. “Le doy el miércoles a las 7 y media”, me anota en la agenda. “Si el doctor no viene para esa hora, lo cancelo”. “¿Suele no venir?”, le pregunto. Es una vieja fumadora empedernida.  Lo sé por la manera que Chesty late dentro del bolsillo de mi camisa, detectando a un acólito…y por su aliento a chimenea industrial. “Viene siempre, pero rara vez le emboca al consultorio”, contesta. “El otro día se metió en el consultorio del ginecólogo y le practicó una vasectomía a una mujer con menopausia”.

  Salgo poco menos que corriendo, horrorizado.

  Pero volveré.

  Es un buen médico a pesar de todo, y no suelo abandonar a la gente en las malas.

  Chesty susurra: “Es un día hermoso para volver a fumar”.

  Y casi, casi le doy la razón.



A Ale Amarilla, que redescubrió éste diario y le sacó lustre.

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